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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Salve

Aquellas olas que rompían en Ondarreta son iguales a las de ahora. Rompe una, y otra, y sin descanso ni amnistía. Pero ya no están abiertos los ojos de mis padres y de cinco hermanos para verlas morir en la playa de mi infancia. También se fueron Agustín, Loncha, Pruden, y casi todos los que habitaban y se movían por el muelle de pescadores

El 14 de agosto, víspera del santo de mi madre, todos sus hijos acompañábamos a nuestros padres a la basílica de Santa María del Coro en la parte vieja de San Sebastián a oír la Salve de Refice interpretada por el Orfeón Donostiarra y a cantar el Agur Jesusen Ama, la preciosa salutación a la Virgen. La Reina María Cristina, la Reina austríaca enamorada de San Sebastián –da su nombre al mejor hotel, a un puente en la desembocadura del Urumea entre Gros y la Zurriola, y en los jardines de Ondarreta se erige en bronce, siempre mirando a la bahía que la cautivó. Y la Reina quiso regalar a su ciudad preferida, una salve solemne que sólo podía ser cantada por el Orfeón, la víspera de la Virgen y el Día Grande, el 15 de agosto, inicio de las melancolías. La portentosa Salve de Refice y el Orfeón Donostiarra cumplen con la tradición de manera virtuosa, si bien no se pudo cantar hasta que la ciudad donostiarra fuera liberada. La Reina falleció con anterioridad a su primera interpretación. Desde un principio, la elección del autor no fue bien recibida por los aranistas, y en los años de la Borroka los animales intentaron boicotear con petardos la celebración. Pero ahí sigue, a punto de cumplir un siglo de vida pues el compositor italiano la entregó en 1929.

Posteriormente los fuegos artificiales, la noche de la amnistía a las mujeres en las sociedades gastronómicas y la canción y flores lanzadas a la mar en la barra de Urgull, Festara (fiesta) recordando a todos los hombres de la mar que nunca retornaron a puerto.

Si Manuel Vicent tiene derecho a repetir el mismo artículo antitaurino cuando se abre la feria de San Isidro, similar derecho me ampara para repetir, el 14 de agosto, mi homenaje al viejo San Sebastián, cuando era una de las ciudades más cordiales, además de bellísima, de España. Honro a mis padres y a mis hermanos fallecidos, y me quedo muy a gusto y en paz.

Siempre recuerdo el Día de la Virgen soleado. Antonio Ordóñez, de naranja y plata, ofreciendo en el Chofre una de las faenas más grandes de su vida. Hasta mi inolvidado Vicente Zabala, bienvenidista a muerte, la calificó de «obra de arte en movimiento». Me pregunto qué fórmula venenosa y putrefacta ha logrado cambiar a muchos vascos sin posibilidad de retorno a la que fue su Patria. «Euskadi» es un invento de anteayer.

La bahía con todas las embarcaciones engalanadas. Y el balandro Norte V, con Agustín y Loncha, saludando a nuestra terraza con bocinazos entre banderas, banderolas y grimpolones. Aquellas olas que rompían en Ondarreta son iguales a las de ahora. Rompe una, y otra, y sin descanso ni amnistía. Pero ya no están abiertos los ojos de mis padres y de cinco hermanos para verlas morir en la playa de mi infancia. También se fueron Agustín, Loncha, Pruden, y casi todos los que habitaban y se movían por el muelle de pescadores.

No es nostalgia; es memoria. En aquel San Sebastián todo se respetaba entre los de dentro y lo de fuera. A los madrileños nos decían «terrestres», y nos hacía mucha gracia el apodo.

Es también un homenaje a las miles de familias donostiarras que tuvieron que abandonar su tierra, su alma y sus raíces para no ser cuerpos sin luz en el cementerio de Polloe.

Y en septiembre, las regatas de traineras.

Lo tengo todo en mi corazón, pero no puedo distinguir lo dulce de lo amargo, las lágrimas o el desprecio hacia quienes no han hecho nada por intentar detener la espesura de una juventud que ya está perdida.

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