Los Osbournes y los Sánchez
La privada vida en La Mareta daría para un exitoso 'reality show', bastante más ameno que aquel de autobombo en la Moncloa con el que pinchó
Me admira la manera en que franceses e ingleses veneran a sus artistas, incluso a aquellos que vistos desde lejos nos parecen menores, o incluso un poquito petardos. Cuando en diciembre de 2017 murió Johnny Hallyday, el pionero del rock francés, los gabachos le montaron un cortejo fúnebre de Estado. Por su emoción y dimensiones evocaba la multitudinaria despedida que tributó el pueblo de París a su cronista Víctor Hugo en 1885. El féretro del cantante, escoltado por berlinas oficiales y una caravana de motoristas, cruzó el Arco del Triunfo y los Campos Elíseos aplaudido por una masa de admiradores. Los oficios de despedida contaron con la asistencia del presidente Macron y dos de sus predecesores.
El pasado 22 de julio murió en Inglaterra a los 76 años el cantante jevi Ozzy Osbourne, que llevaba un tiempo enfermo de Parkinson, y ocurrió algo similar. Aunque había vivido buena parte de su vida adulta en California, resultó que Birmingham, su feúcha ciudad natal, se echó a la calle en tropel para decirle adiós. Las avenidas fueron engalanadas con carteles con su foto. Coches y motos de la Policía acompañaban con gran pompa al coche fúnebre, lo cual resultaba irónico, toda vez que a los 17 años Osbourne había sido hospedado por un juez en la prisión de la ciudad por mangar en las tiendas cuando trabajaba en un matadero. Incluso la banda real entonó una melodía suya en el cambio de guardia de Buckingham.
Ozzy era un chaval de clase baja salvado por el rock, en su caso el heavy metal. En los setenta y primeros ochenta triunfó al frente de su banda, Black Sabbath, y fue apodado El Príncipe de las Tinieblas, con polémicos guiños satánicos incluidos (un teatrillo para hacerse un nombre, pues era cristiano y para su adiós dejó encargado un funeral de la Iglesia de Inglaterra). Cuando su grupo lo echó por drogota, Ozzy cruzó el charco y empezó una carrera por su cuenta en Estados Unidos. Siempre le fue bien, porque tenía a su lado a alguien con más sesera que él, Sharon, su mujer, con la que estuvo casado 43 años y hasta el final. Señora de mucho ojo comercial, supo hacer dinero con el simpático tarambana que tenía en la cocina dándole al morapio. Montó un exitoso festival con su nombre y, sobre todo, tuvo la idea de rodar un reality show televisivo pionero, The Osbournes.
El asunto era sencillo, pero hasta entonces nadie lo había intentado a lo grande. Se trataba de meter las cámaras en la intimidad de su mansión de Berverly Hills y mostrar sin filtro la vida de la familia Osbourne, el matrimonio y dos de sus hijos. El invento fue emitido en la MTV, entonces en boga, y triunfó a comienzos de este siglo.
Sharon Osbourne hizo bien en diversificar sus fuentes de ingresos. Y ese político que ustedes conocen debería ir haciendo lo propio, porque no parece que le quede ya demasiada poltrona. Hay que ir haciendo caja para el día de mañana, para cuando se acabe el chollo de gobernar sin ganar las elecciones. La salida prevista era buscar alguna una opípara canonjía internacional, como ha hecho en la UE otro socialista fundido por la corrupción, el portugués Costa. Pero la colección de barrabasadas ha sido tal que la imagen en el extranjero se le ha apolillado. Nuestro baluarte «progresista» se ha convertido en un personaje más bien tóxico. ¿Qué hacer? Está claro: o fichar como embajador honorífico de Hamás… o montar un reality show.
Es cierto que Pedro ya intentó lo del reality sin éxito con el documental Moncloa, cuatro estaciones, título que debió hacer que el maestro Vivaldi se removiese en su tumba. Aquello no cuajó. Era tan jabonoso, tan zafio en su pelotilleo al Líder Supremo, que hasta las televisiones comerciales de la órbita del régimen se negaron a emitirlo. Acabaron ofreciéndolo en la web del Pravda sanchista y pasó desapercibido.
Pero no se debe desfallecer por un pinchazo. Hasta a Steve Jobs lo echaron una vez de Apple y acabó convirtiéndose en su mago. Hay que volver a intentar lo del reality, pero con un nuevo formato: Los Sánchez en La Mareta. Arrasaría:
Begoña en pleno síncope, recibiendo a la hora de la siesta la nueva de que Peinado la ha vuelto a imputar por quinta vez y bramándole en arameo a Peter por «no pararle los pies de una vez a ese facha».
El careto de disgusto del gran mediador internacional la mañana en que le comunican que los líderes europeos lo han expulsado de las negociaciones con Trump para Ucrania.
Por supuesto mamá Magdalena emergería pronto como una de las estrellas del programa, persiguiendo a su hijo por los jardines de La Mareta para recriminarle que «has dejado al pobre David en el banquillo, qué vergüenza, Pedrín, y eso que el trabajo que le habías buscado en Badajoz tampoco era de forrarse; al menos le podías haber montado una cátedra, como a esa». Como telón de fondo, el maestro Azagra meditabundo, silbando su Danza de las chirimoyas a orillas de la piscina.
Otros momentos estelares serían la llegada de Illa y Zapatero ataviados con sendas guayaberas para negociar con Peter bajo una palmera los nuevos pagos a sus secuestradores, Junqueras y Puchi. Las llamadas ultrapelotas de Bolaños y los dos Óscar: «Presidente, esta marejada de la fachosfera pasará. España está contigo y con el proyecto progresista». O el olímpico escaqueo de ocho días ante la más pavorosa ola de fuego que recordaba España: «¿Pero qué coño se me ha perdido a mí en eso? ¿Para qué tenemos comunidades autónomas y Estado plurinacional? Aún si la cosa hubiese sido en Cataluña…»).
Los Sánchez en La Mareta. No sé a qué esperan, se agotarían las palomitas.