Nostalgia de la Guerra Fría
Por lo menos los que vivían en Occidente tenían una cierta idea de quienes eran los malos y los buenos
Soy admirador de las entretenidas y evocadoras biografías de espías que escribe el periodista inglés Ben Macintyre. Por ejemplo, ‘Un espía entre amigos’, su fascinante relato de la doblez del agente británico Kim Philby, el mayor traidor de Occidente durante la Guerra Fría, es soberbio y lo he regalado a personas que aprecio.
Este verano me he zampado otro de sus libros, titulado ‘Espía y traidor’. Cuenta la agobiante historia en la cuerda floja de Oleg Gordievsky, un coronel de la KGB que pasaba secretos a los servicios británicos, desencantado con la grisura, la opresión y los crímenes del comunismo soviético. Según iba avanzando sus páginas me iba entrando una especie de rara nostalgia de la Guerra Fría, cuya razón al principio no entendía. Creo que atiende a que en aquel mundo los occidentales, con la excepción de la inefable izquierda cenutria, estaban convencidos de que su modelo representaba el bien frente al mal de las dictaduras de la URSS y sus países satélites, factorías de mediocridad, culto al líder, propaganda atosigante y mutilación de las libertades.
Hoy nada parece tan claro. Ves las imágenes de la reunión en Pekín de Xi, Putin y Kim y de manera instintiva te dices que eso no es lo que quieres para los tuyos y para ti. ¿Nos gustaría vivir bajo semejantes dictaduras? No. Sin embargo la izquierda española y nuestro Gobierno ven hoy con bastante más simpatía a China y lo que representa que a Estados Unidos. Esa decantación llega al extremo de que Sánchez se ha convertido en el gran defensor de los intereses del PCC ante la UE, en buena medida animado por el turbio lobista Zapatero, al que se vincula con Huawei.
Un micrófono indiscreto ha captado a los dictadores chino y ruso, cada vez más endiosados, hablando sobre la posibilidad de vivir hasta los 150 años mediante sucesivos trasplantes. Parece un guión de una mala película de James Bond. Pero es el mundo en que vivimos.
China, en una crecida nacionalista, se ha armado hasta los dientes con un arsenal de ultimísima generación. Comercialmente nos barren. Atesoran los minerales estratégicos del planeta. Están derrotando ante nuestros ojos a la industria de la automoción europea (en parte por la eco-torpeza de la UE). Van introduciéndo su dominio con sutileza en Hispanoamérica y África. Si un día Xi necesita invadir Taiwán para distraer de sus problemas internos, que tiene varios, empezando por el peaje de la era del hijo único, se duda mucho que Estados Unidos albergue fuelle económico, anímico y político para plantarle cara. Internamente, China representa la vanguardia del control social absoluto. El credo del ateo PCC sustituye a la religión, y mediante las tecnologías actuales, el Estado lo sabe todo de sus ciudadanos, convertidos en súbditos del poder omnisciente del partido.
Al final, la disyuntiva moral viene a ser la misma de la Guerra Fría. Toca elegir entre el corpus filosófico, religioso y jurídico que forjó Occidente y sus libertades… o unos regímenes de credo totalitario, que ofrecen al pueblo seguridad, orden y presunta prosperidad a cambio de que renuncie a parte de su libre albedrío y a sus derechos de participación política.
El espía soviético Oleg Gordievsky, que había vivido bajo el segundo modelo, lo tenía tan claro que se convirtió en doble agente, jugándose la vida para defender la causa de las democracias occidentales. Pero hoy en nuestras sociedades libres van calando peligrosas dudas sobre quienes son los buenos y los malos. La izquierda europea y cierta derecha titubean, o directamente se sitúan más cerca de los autócratas. Por su parte, el confuso presidente de Estados Unidos a ratos trata peor a los europeos, a los que debería cortejar como sus aliados naturales, que a los hombres fuertes de los regímenes dictatoriales.
La izquierda española clama desesperada a todas horas contra Israel y llena las calles -y hasta la Vuelta ciclista- de carteles y banderas propalestinos. Pero no emite una sola queja ante la carnicería de Rusia en Ucrania, que está ya en su cuarto año. Occidente, que hoy carece de capitanes de la talla de Reagan, Thatcher y Juan Pablo II durante la Guerra Fría, vive enntre la confusión populista y los excesos wokistas, y anestesiada por el hedonismo digital.
La riqueza se está fugando a Asia y las clases medias occidentales ven mermado su poder adquisitivo. Pasan cada vez más agobios y están acogotadas por los impuestos de un estado del bienestar que flota sobre océano de deuda, un modelo que unas sociedades muy envejecidas ya no pueden sostener (véase la crisis política por el recorte de 44.000 millones en la arruinada Francia, cuya dramática realidad contable se niegan a asumir los partidos populistas de izquierda y derecha).
Al tiempo, esas personas a las que el dinero cada vez les cunde menos se encuentran con que sus calles de siempre cambian por una avalancha descontrolada de inmigrantes, que reciben más beneficios sociales que ellos y a veces provocan roces culturales y de seguridad. Además, la nueva economía digital distribuye mal la riqueza, con una pequeña cúpula de muy ricos y sueldos bajos al final de la cadena. El malestar económico -y el apartarse de Dios- va creando un cabreo sordo, que propicia el auge de soluciones políticas milagreras, o lleva incluso a pensar que a lo mejor vale la pena regalar tu libertad a un hombre fuerte que ponga orden.
Tiempos de confusión, rearme por todas partes y tambores de guerra al fondo. Por desgracia, todo se parece cada vez vez más a los años treinta del siglo pasado. La moderación y el sentido común no están de moda.