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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Felipe VI, el elefante en la habitación de Sánchez

El debate sobre el papel del Rey no acaba y conviene ponerlo en el sitio correcto

El Rey ha sido un poco, desde 2018, ese elefante en la habitación de Sánchez que todo el mundo veía pero del que nadie, salvo los pistoleros de gatillo más fácil, quería hablar. No ha debido serle sencillo a él mismo surcar aguas tan bravas como las que inevitablemente han acompañado al actual presidente, azuzadas por él mismo o devenidas por la naturaleza de los pactos que asumió, en formato de chantaje, para llegar y mantenerse en La Moncloa.

Desde el iniciático destierro de su padre, primera víctima del mismo populismo que exigía probidad y ahora es un lodazal impune, capaz no solo de pisotear el innegociable precepto de la asunción de responsabilidades sino también de darle la vuelta a la tortilla para acosar por tierra, mar y aire a los contrapoderes democráticos del Estado; hasta la difícil supervivencia de la institución en medio de una coalición de la extrema izquierda y el separatismo que ve en ella el último dique de contención de la España constitucional; todo han sido pruebas de fuego para Felipe VI.

Y todo ello trufado por la necesidad de prolongar la institución en el futuro cuando más amenazada estaba en el presente, algo que la mayoría de edad de la princesa Leonor ponía también sobre la mesa de asuntos espinosos.

Si se amplía el foco, pues, y no se reduce el análisis sobre el papel del Rey en estos tiempos de cólera a lo que ha hecho o dejado de hacer en momentos puntuales en los que sus supuestos poderes podían haber actuado (por ejemplo, contra la culminación de una alianza anticonstitucional, por el método de no encargarle investidura a un candidato que solo podía prosperar con ese acuerdo espurio), su balance (y el de la Reina) es sutilmente fantástico.

La realidad en que todos esos lances lo único que hubiera ocurrido es que, a todas las crisis institucionales inducidas por el llamado sanchismo se le hubiese sumado otra, definitiva, sobre el modelo de Estado, con enfrentamientos políticos y sociales de tono guerracivilista, convirtiendo la irrupción del Rey en el paisaje en otro problema más, sistémico, y no en un remedio.

Lo mejor que puede hacer el jefe del Estado es seguir siéndolo, prolongar en su heredera la continuidad de la institución y entender que sus tiempos y lo de este lamentable Gobierno no son los mismos: esperar en la puerta prudentemente a que pase el cadáver de Sánchez es más inteligente que intentar acelerar el óbito, aunque en el viaje tenga que tragarse sapos formidables y se reduzca el afecto de los seguidores de la Corona, algo perplejos por la instrumentalización que de ella intentan hacer Sánchez y sus corifeos: solo hay que ver cómo presentaron el discurso del Rey en la ONU, vendido como un alineamiento sin fisuras con el de Sánchez y su negligente política en Oriente, simbolizada en esa flotilla delirante que parece un concurso mamarracho de televisión.

Seguramente a Felipe VI le sobra algún pin de la Agenda 2030, alguna foto con el terrorista que preside provisionalmente Siria y alguna mención a Jerusalén en su perorata egipcia sobre los dos Estados en Palestina, todo ello compensado con un soberbio discurso ante la ONU que lejos de despreciar a Israel fue todo un homenaje a nuestras raíces comunes.

Y haría quizá bien en entender que si hay ausencia de gestos aparatosos en aquellos episodios que tensarían las relaciones con la desesperada y desesperante coalición de Sánchez, también debe haberla en esos otros que suenan a sintonía excesiva: si la prudencia es virtud, ha de serlo siempre.

El corolario es que lo mejor que se puede hacer por la España constitucional es dejar tranquilo al Rey, entender que su principal reto es estar cuando el otro se haya marchado y, mientras, construir una imagen personal e institucional impecable resumida en su valoración en todos los sondeos de opinión y su labor en paisajes dramáticos como el de Paiporta, donde el contraste con la huida de Sánchez lo dijo todo sin necesidad de decir nada.

Nada daría más gusto que escucharle al Rey dos palabras contra la enmienda a la totalidad de su discurso de 2017 perpetrada por el amnistiador forzoso Sánchez; pero nada también ofrecería una mejor excusa al crápula de La Moncloa que añadir a todos sus comodines baratos (la ultraderecha, el racismo y ahora el genocidio) uno más para dividir, enfrentar y llenar de humo el debate público. Aunque a veces cueste entenderlo, el Rey está en su sitio y ahí debe seguir, sin que le molesten mucho sus enemigos ni, tampoco, sus amigos.

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