Vaghe stelle…
No hay una coma, un adjetivo, una elipsis en el retrato de Angelica Sedara que Visconti no haya impreso sobre el rostro de la primera irrupción de Claudia Cardinale en su versión de 1963 de 'Il Gattopardo'
En la radio sonaba una canción de Mina. Y la cena de los dos amantes en la excesiva mansión de Volterra se diluía en instantánea melancolía. Bastaba un mínimo pliegue en la sonrisa de Claudia Cardinale para atisbar el desasosiego. Y la cámara, por supuesto, del gran Lucchino Visconti sustraía aquel instante al tiempo. La eternidad de lo efímero: eso es el arte.
Era 1965. Y esa muchacha de veintisiete años ha sido ya tallada en arquetipo. A los veintitrés, Valerio Zurlini tejió en torno a ella la tela de araña de la mujer que huye: de todo, de sí misma. A los veinticinco, Visconti la transmutó –porque fue mucho más que una interpretación lo que hubo de imponerle– en Angelica Sedara, aquella suntuosa criatura sobre la que Giovanni Tomasi di Lampedusa quintaesenciaba la plenitud siciliana: nada cambiará nunca, porque los sicilianos se saben dioses que dormitan, viejísimos dioses olvidados y a los que jamás horada el tiempo. Angelica irrumpe en la novela de Lampedusa como una encarnación del tiempo suspendido: no hay cura para tal incendio. Y en eso trocó Visconti a la joven Cardinale. Cada matiz, cada acento, cada pausa, cada aliento de la frase lampedusiana devoran a la actriz hasta hacer de ella frase literaria: «Bajo la masa de su cabello color noche, envuelto en suaves ondas, brillaban sus ojos verdes, inmóviles como los de las estatuas y, como ellos, un poco crueles. Caminaba lentamente, enrollando su amplia falda blanca, y llevaba en su persona el sosiego invencible de la mujer segura de su belleza». No hay una coma, un adjetivo, una elipsis en el retrato de Angelica Sedara que Visconti no haya impreso sobre el rostro de la primera irrupción de Claudia Cardinale en su versión de 1963 de Il Gattopardo.
Alguno pudo suponer entonces que, tras la deslumbrante construcción de Angelica, había, sí, el rostro de una mujer bellísima. Y el genio, tan poco común, del más exquisito de los directores cinematográficos. Dos años más tarde, en Vaghe stelle dell’Orsa…, la simbiosis del maestro y su criatura desafiaba cualquier tentación de reducir a Cardinale a un solo bello juguete de Visconti. La película de 1965, que toma prestado su título al verso inicial con el que Giacomo Leopardi invoca el recuerdo de lo perdido, es una depurada elegía en blanco y negro al íntimo naufragio en la melancolía. La historia del desasosiego en un palacio cuyas sombras susurran en voz muy queda lo que ninguna voz humana soportaría decir en voz alta, exigía esa delicadeza que Visconti dosifica en la sobria matemática de su blanco y negro. Y requería un rostro sobre el cual las palabras del poeta más hondo del Ottocento italiano resonaran sin tener que ser nunca dichas: «Vagas estrellas de la Osa, no creí yo / volver a contemplaros / titilantes sobre el jardín paterno, / ni volver a hablaros desde las ventanas / de este hogar en donde habité de niño, / y en donde vi morir todos mis gozos».
En la radio, el marido americano que nada entiende de esa pegajosa tristeza en un palacio de Volterra, da, sin duda al azar, con una canción de Mina que cuenta cómo perder a quien se amó es haber perdido el mundo entero. Todos los de mi edad hemos amado a Claudia Cardinale: a la Ginetta de Rocco, a la Aida de La chica con la maleta…; a la Angelica y la Sandra de Visconti, por supuesto. A tantas otras. Y con ella –y con ellas– perdemos ahora un mundo. El nuestro. El del cine. Ese que ya apenas existe.