Sin mantel y en negro
Cada vez más locales, pretendidamente modernos y de nivel –sobre todo a tenor de la cuenta que te pasan– se empeñan en servir la comida sobre la madera limpia y lironda de la mesa
En los cenáculos madrileños no se habla de otra cosa más que de política y de corrupción. Entre lenteja y merluza, todavía hay quien pregunta cuándo Sánchez convocará elecciones. Lo que tiene Madrid es una oferta gastronómica como casi ninguna ciudad en el mundo. La mantienen viva altos directivos que pagan con la tarjeta de empresa y políticos que acuden a los comedores para dejarse ver. Ninguno de ellos repara en algunas de las decadencias por las que se está deslizando el mundo de la restauración madrileña. En Zalacaín y en Horcher ya no hay que llevar corbata. El día menos pensado vamos en mallas, como hace Zapatero cuando se quiere encontrar con su mejor amigo Martínez. Pero lo peor es que muchos restaurantes ya no ponen mantel.
Coincido con Carlos Maribona, probablemente el mejor crítico gastronómico de España, en lamentar la creciente moda de muchos restaurantes de no poner manteles. Cada vez más locales, pretendidamente modernos y de nivel –sobre todo a tenor de la cuenta que te pasan– se empeñan en servir la comida sobre la madera limpia y lironda de la mesa. En ocasiones, te colocan un pequeño papel que quiere hacer las veces de mantel. Los cubiertos los depositan sobre la madera, esa que va acumulando, a lo largo del día y de los años, la mayor fauna bacteriana posible. En definitiva, una guarrada que se amplifica a través de la limpieza con una bayeta húmeda que debe multiplicar por mil la nómina de microorganismos. Donde esté un mantel blanco, que se quite todo lo demás.
El color blanco ha sido siempre el símbolo de la pureza y de la pulcritud. Por eso ha sido utilizado en tantos ámbitos de la vida para expresar higiene. Ahora, también en una falsa interpretación de la modernidad, tenemos a los cocineros y a los camareros ataviados con camisas y camisetas negras. Encima, si el camarero te coloca el plato con una araña tatuada en la mano, algo cada vez más común, ya es para coger la puerta y salir corriendo.
Cuando uno acude a un restaurante, en el que va a pagar una factura a priori no muy barata, lo menos que se le puede ofrecer es amabilidad e higiene. No dudo que muchos cocineros y camareros envueltos en textil negro cumplen con las normas elementales de limpieza, pero el aspecto no ayuda. Donde esté una clásica casaca de cocinero blanca, que se quiten el resto de los colores de la paleta, algunos de los cuales, cuanto más oscuros, más esconden la suciedad y otras miserias.
Así, en la nueva cocina, se ha impuesto que un camarero de camiseta negra, que mantiene ese criterio porque así lo ve en los fogones de la cocina del mismo restaurante, te sirva la comanda sobre una mesa sin mantel. Si a eso añadimos la retahíla de lugares comunes que el pobre camarero ha tenido que aprender para venderte la sardina de toda la vida –ahora hecha a fuego lento, barnizada con salsa de miso y macerada durante setenta y dos horas sobre manta de tomates e hinojo a las finas hierbas del Cantábrico–, concluimos que entre lo sublime y lo ridículo hay un paso.
España es hoy en día una potencia gastronómica en el mundo. Pocos países como el nuestro poseen una oferta de restaurantes tan grande y de tanta calidad. Pero, de nuevo, la supuesta originalidad nos lleva a perder lo clásico, que es todo aquello que merece la pena imitar. Esa es la mejor definición de un clásico. Y en esos cánones del clasicismo, en el mundo de la restauración gastronómica, hay que volver a reivindicar la chaqueta blanca del camarero y los manteles. Eso sí, si el camarero no está tatuado, todo se sobrelleva mejor, hasta la escucha de la disección meticulosa del plato.