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26 de abril de 2024

Editorial

Los abusos sexuales, la Iglesia y la demagogia sectaria

Ocho de cada diez delitos sexuales se cometen en el entorno de las víctimas, pero se intenta criminalizar a la Iglesia, conjurada para acabar con esa lacra en la exigua parte que le corresponde

Actualizada 00:22

Seguramente hay pocos delitos más abyectos que los de carácter sexual, que conmueven como pocos a la sociedad por la identidad y condición de sus víctimas, en su mayoría niños y mujeres, en inferioridad siempre ante sus agresores.
La condena unánime de estos hechos, que provocan en torno a 6.000 denuncias anuales (apenas un 15 por ciento de los casos reales según el respetado estudio anual de Save the children), es la mejor prueba del desprecio que provocan y la mejor garantía contra su impunidad.
Por eso no tiene ningún sentido que este fenómeno se ubique en exclusiva en el seno de la Iglesia y que, además, se difunda la falacia de que la institución no participa en el repudio que los abusos merecen.
Pero esa es la idea que se quiere instalar, con claros fines políticos, en la doble iniciativa de intentar crear una Comisión de Investigación en el Congreso y de movilizar a la Fiscalía General del Estado para encabezar una especie de auto de fe general en las Diócesis españolas.
Los abusos sexuales se cometen, sobre todo, en el ámbito familiar y en el entorno más próximo a las víctimas o sus educadores: ahí radican 8 de cada 10 casos, según el mismo informe, de obligada consulta para quienes de verdad se preocupan por el preocupante fenómeno y no por su explotación política o de cualquier índole.
En el caso de la Iglesia, lo primero que hay que decir es que no es la institución la responsable de los excesos que sus miembros cometan, como dicta el sentido común y recoge la propia Constitución o el Código Penal al referir que, por definición, los delitos son siempre individuales y no juzgan credos, razas, géneros, nacionalidades o cualquier otro rasgo colectivo.
Pero además, en pocas entidades se ha apreciado un compromiso tan rotundo para extirpar a sus peores representantes, como demuestran la comisión específica que sobre este asunto creó la Conferencia Episcopal hace ya tres años o el expreso mandato del Papa Francisco para erradicar de su seno a estos indignos miembros; reparar a las víctimas y desde luego ponerse al servicio de la Justicia.
Nada de eso es suficiente para quienes, al calor de un problema insoportable que subleva a toda la sociedad, quieren lanzar una causa general contra la Iglesia, en la misma línea ideológica que preside la exclusión de la Religión del programa lectivo o la demagógica discusión sobre los bienes inmatriculados, presentada como una especie de expropiación forzosa cuando apenas es un complejo problema administrativo, básicamente de herencias, que afecta a escasos inmuebles.
La perversa explotación de causas nobles es una constante de una parte de la izquierda que, lejos de atender problemas que a todos nos conmueven, se aprovecha de ellos para librar conflictos y desatar persecuciones ajenas a la naturaleza de los hechos.
La Iglesia, en la parte que le toca, ha hecho lo debido para acabar con esta repugnante lacra. Y por ello, lejos de ser criminalizada con nulo aprecio por la verdad, ha de ser imitada por quienes van más rezagados en la identificación y persecución de unos abusos que, teniendo víctimas con nombres y apellidos, apelan al conjunto de la sociedad.
También, por cierto, a esos mismos grupos de presión que señalan culpables falsos mientras exigen, sin pudor alguno, la abolición de la prisión permanente revisable para delincuentes sexuales reincidentes cuya rehabilitación es, con la ciencia en la mano, imposible.
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