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26 de abril de 2024

Editorial

Alguien tiene que frenar a los indultados y a sus indultadores

Es inadmisible que a un exceso tan flagrante como regalar la impunidad a unos delincuentes no le pueda acompañar la capacidad absoluta del Estado de derecho para defenderse

Actualizada 10:12

Como era de prever, el Tribunal Supremo ha rechazado en una ajustada votación los recursos contra los indultos del Gobierno a los condenados del procés, con Oriol Junqueras como máximo beneficiario y cabecilla de los nueve delincuentes que pretendieron, y pretenden, la ruptura unilateral del orden constitucional.
La decisión no legitima la decisión de Pedro Sánchez y atiende, en exclusiva, a un tecnicismo jurídico discutible: la supuesta falta de legitimación de PP, Vox y Ciudadanos (y de algunos de sus diputados a título personal y otras entidades) para presentar esos recursos, al no ser afectados directamente por la causa.
El Alto Tribunal, pues, no entra en el fondo del asunto y se limita a aplicar la ley, incluso aunque en este caso auxilie al Gobierno que invalidó, por razones políticas deplorables, la condena firmada por él mismo.
La imposibilidad de entrar a fondo del asunto, por ser preceptivo debatir primero un asunto administrativo, ayuda así a los reos y a sus salvadores, que difícilmente tendrían la misma fortuna de haberse podido analizar la legalidad de un indulto a todas luces fraudulento.
La pregunta que cabe hacerse es quién tiene, entonces, legitimación para oponerse a una maniobra arbitraria que dejó impunes a unos políticos que no han cumplido los requisitos imprescindibles para merecer esa medida de gracia: ni se han disculpado ni han renunciado a repetir los hechos que les llevaron a la cárcel. Al contrario, se sienten más avalados que nunca.
Y la respuesta es sencilla: quienes podían hacerlo, como la Fiscalía General del Estado o la Abogacía del Estado; han sido quienes más han trabajado para desmontar la condena del Tribunal Supremo y para ayudar al Gobierno en sus planes: ahora se entiende mejor aún por qué Pedro Sánchez «invadió» ambas instituciones al poco tiempo de llegar a Moncloa.
Ambas han pasado de ser decisivas en la causa contra el independentismo a ser sus máximos colaboradores: en una se designó a toda una exministra de Sánchez, la controvertida Dolores Delgado; y en la otra se aplicó una limpieza intensiva de todo atisbo de resistencia a las evidentes instrucciones políticas.
La resolución puede entenderse como un síntoma de la grandeza del Estado de Derecho, que aplica la ley incluso cuando le perjudica, pero también como una laguna del mismo: mientras el Supremo avala que se desmonten sus propias sentencias y deja indefensa a la sociedad ante un abuso evidente; el independentismo no renuncia a nada y buena parte del Gobierno ha colocado en la diana al Poder Judicial, con constantes campañas e intentos de ocuparlo para hacer con él lo mismo que ya ha hecho con la Fiscalía y la Abogacía.
Es imposible, pues, no sentir una cierta desolación, cuando no una sensación de abuso casi insoportable que solo puede remediar el Tribunal Constitucional: porque es inadmisible que a un exceso tan flagrante como regalar la impunidad a unos delincuentes no le pueda acompañar la capacidad absoluta del Estado de derecho para defenderse. De quienes dieron un golpe institucional en toda regla. Y de quienes les rescataron, con Pedro Sánchez al frente, para anteponer sus necesidades personales a los intereses de la Nación.
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