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en primera líneaJuan Van-Halen

Batallas

Acaso se trate de conseguir un futuro de ciudadanos manejables, de avalar la mediocridad. La preparación de no pocos miembros del Gobierno y de sus altos cargos resulta indicativa

Actualizada 10:11

Ya sabemos lo que opinaba Clausewitz. Entendía la guerra como una continuación de la política por otros medios. El más estudiado tratadista de la estrategia militar, autor de «De la Guerra», tan influyente como Sun Tzu que escribió veintitantos siglos antes «El arte de la guerra», se sumergió, además, en las reacciones de las sociedades afectadas ante el proceso guerra-victoria-paz.

No he de referirme aquí a las batallas cruentas. Atiendo a la segunda acepción de la RAE: «Acción o conjunto de acciones ofensivas encaminadas a la obtención de un objetivo»; a las batallas políticas que a veces son esforzadas, duras y con pérdidas aunque la sangre no se derrame. Pueden derramarse la credibilidad, la confianza, la verdad asumida y, con ellas, los votos.

La izquierda ha renovado sus batallas políticas. Quedó atrás el proletariado. El denostado capitalismo lo superó abriéndose paso el consumismo y la creación y fortalecimiento de las clases medias. Las principales banderas de la izquierda, y no digamos de la izquierda radical –el comunismo y sus afines–, se hicieron trágica historia. Entonces inventaron nuevos engañabobos tiñendo de sectarismo excluyente preocupaciones que latían en la sociedad desde hacía mucho tiempo y no precisamente favorecidas por la izquierda.

Así ocurrió con el reconocimiento del papel de la mujer y su defensa. Ese progre-feminismo de nuevo cuño ha desembocado en una ilógica guerra de sexos, o géneros, teñida de contradicciones. En este campo la izquierda en general –y el socialismo en particular–despreciaron, incluso se apropiaron, de buena parte de sus esforzadas defensoras históricas. Ignoró y despreció, por ejemplo, a María de Campo Alange y a Mercedes Formica y se apropió de Clara Campoamor, ejemplo de feminismo activo, que nunca fue socialista y huyó, sintiéndose perseguida, del Madrid del inicio de la guerra. Lo contó en su libro La revolución española vista por una republicana (París 1937), con reedición magistral de Luis Español Bouché en 2018.

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Lu Tolstova

Algo parecido puede decirse de otras banderas asumidas como propias por la izquierda, incluso la más radical. Así la ecología y defensa medioambiental. Tras la caída de los sistemas comunistas se conoció el desastre ecológico que vivían aquellos países; habíamos tenido un cruel anticipo en la central nuclear «Vladímir Ilich Lenin» en Chernóbil. Preocupan los pedos de la vacas y menos que se hunda la industria del automóvil. O así la defensa del animalismo hasta el ridículo, denunciando que los gallos violan a las gallinas o anatemizando a la ganadería al aconsejar no comer carne. O así el creciente ataque a los valores, como la apuesta por la eutanasia, pese a las posiciones contrarias de los órganos científicos concernidos, o pasos disparatados en la promoción del aborto, no sólo su defensa, con la persecución de quienes puedan ofrecer información alternativa a las madres que hayan optado por él.

En la batalla de la educación, la izquierda ha optado por un igualitarismo por abajo. Pasar de curso sin esfuerzo, el aprobado seguro, desincentiva el reto personal de los alumnos y nos conduce a una sociedad en la que la excelencia sea un mito. Acaso se trate de eso: de conseguir un futuro de ciudadanos manejables, de avalar la mediocridad. La preparación de no pocos miembros del Gobierno y de sus altos cargos resulta indicativa.

La izquierda se apuntala en la propaganda y en falacias que no por repetidas se convierten en verdades. Por ejemplo, la cacareada superioridad moral de la izquierda, que se contradice con su historia, y su superioridad cultural sin más aval que su manipulación excluyente. El ministro de la cosa, no avalado precisamente por su bagaje cultural, anuncia que concederá un generoso viático para que cien creadores viajen por el mundo en busca de inspiración. Un apoyo propagandístico a los suyos buscando la reciprocidad de sus aplausos. Y con el dinero que llega de la UE. Supongo que Bruselas vigilará estas patochadas en el país de los ERTE y de los autónomos sin ayudas.

Podría avanzar en la enumeración de batallas asumidas por una izquierda sin mensaje verosímil de futuro desde una desastrosa gestión del presente. Una gestión que mira al pasado desde el maniqueísmo más atroz, que aviva enfrentamientos, como la a mi juicio inconstitucional Ley de Memoria Democrática, inconcebible en un Estado democrático de Derecho, que limita la libertad de expresión y de cátedra, y mira la Historia de España con un solo ojo, con persecuciones, multas y un fiscal especial que recuerda otros tiempos.

El principal partido de la oposición pone a punto su alternativa. Debe afrontar sus propias batallas ideológicas, el campo de las ideas. No se trata de mirarse el ombligo ni de alzar buenos discursos. No he leído que vaya a plantearse, por ejemplo, la batalla cultural. En esto, como en el tema de la supuesta superioridad moral de la izquierda, la derecha no ha dado seriamente, o al menos eficazmente, su batalla. Tampoco, sin complejos, la batalla de los valores, de la Historia con mayúscula, de lo que ha sido, es y será España como nación alentadora de naciones, con el idioma y la religión que nos unen, por bandera. Desde las tradiciones, las creencias y la lengua comunes. El idioma, por ejemplo, supone una enorme palanca no sólo de comunicación sino también económica.

La alternativa a la radical izquierda gobernante no debe perder el paso en esas batallas tan necesarias aunque sólo sea porque sabemos que esa izquierda, ya sin sus banderas históricas, se apuntalará, desde la manipulación y la propaganda, en sus nuevas batallas engañosas.

Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando

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