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19 de mayo de 2024

en primera líneaHiginio Marín

Adolescencia política

Siempre han existido hombres jóvenes que han liderado imperios y regímenes políticos a lo largo de toda la historia. Pero lo particular de nuestra situación es que la juventud nos parezca casi un requisito para merecerlo

Actualizada 03:04

Casi todos nuestros políticos de primera línea nacional comparten una carrera profesional en las juventudes y en los cuadros medios de los partidos que ahora lideran. Así que todos ellos apenas han tenido otra formación y ocupación que la política entendida como militancia y gestión en los partidos. Son, en ese sentido, la primera generación de políticos profesionales, y se nota.
Tal vez por lo anterior, sus recorridos académicos están repletos de sombras que ponen de manifiesto que sus titulaciones apenas fueron la guarnición curricular de una carrera política, incluso cuando llegaron a ejercer la docencia universitaria. De ahí que, por lo general, carezcan de experiencia en responsabilidades públicas o profesionales. Son políticos porque han crecido y aprendido a conducirse en los ecosistemas internos de las estructuras y militancias políticas.
Imperceptible pero inevitablemente, ese perfil biográfico implica una reformulación reductiva de lo político a lo propio de los partidos políticos. Así que el liderazgo de amplias sensibilidades políticas con matices muy plurales recae en perfiles capaces de movilizar el apoyo de exiguas militancias más propensas al fervor partidario que a la moderación crítica.
Es necesario notar que por deseable que sea la democratización de los partidos políticos, si estos no cuentan con militancias amplias y variadas, o bien no abren sus procesos internos de representación, el efecto de esa 'democratización' interna tiende a producir radicalización. Aunque lo sorprendente es que no se trata de una radicalización ideológica, sino de los egos personales y colectivos de los partidos que se asemejan a pandillas de fans. De ahí las enormes dificultades para concertar acuerdos en situaciones en las que las diferencias no son tanto ideológicas como marcadamente personales. Ya no es la dinámica de los intereses contrapuestos la que parece regir los procesos políticos, sino las dinámicas adolescentes de reconocimiento, liderazgo y popularidad.
Por eso, los liderazgos ejercidos tienden a ser tan emocionales que pueden proponer una cosa y su contraria casi al mismo tiempo sin que nadie entre sus partidarios les demande ni siquiera una breve justificación. La política en manos de estos nuevos liderazgos ha dejado de ser el drama de la historia y se ha convertido en un psicodrama en episodios sorprendentes y giros emocionales repentinos.
A todo lo anterior hay que sumar otro rasgo común de casi todos los cabezas de lista de nuestras formaciones políticas: son jóvenes. El hecho merecería atención incluso si se tratara de una mera coincidencia, pero si resulta que no solo son jóvenes, sino que han sido elegidos por serlo, entonces reparar en ello con prevención es imprescindible. Mucho más cuando todos ellos sin excepción son también fotogénicos.
Ilustración: adolescencia política

Paula Andrade

En efecto, nuestros políticos no solo proceden de las juventudes políticas, sino que comparten la juventud fotogénica como el valor político cuya ventaja casi oscurece y vuelve secundaria cualquier otra. El enaltecimiento de la juventud como un valor político no es un fenómeno exclusivamente español, y la llegada de políticos apenas treintañeros a Gobiernos se ha producido en países como Canadá, Irlanda o Austria.
Siempre han existido hombres jóvenes que han liderado imperios y regímenes políticos a lo largo de toda la historia. Pero lo particular de nuestra situación es que la juventud nos parezca casi un requisito para merecerlo. Muy al contrario, en la antigüedad la juventud se tenía por una dificultad, y el propio Aristóteles, preceptor del joven Alejandro, no dudó en asegurar que los jóvenes carecían de la idoneidad para la política que surge de la experiencia necesaria para juzgar con acierto.
Sin embargo, y he aquí nuestra singularidad, esa inexperiencia nos resulta ahora más valiosa que todo lo que se pudiera haber aprendido durante años de servicio público. Ciertamente nuestras sociedades están sometidas a un proceso general de depreciación de la experiencia por la irrupción de las nuevas tecnologías y sus constantes innovaciones, cuya asimilación requiere el abandono de lo previo. Pero en la precocidad juvenil de nuestros políticos hay una depreciación del pasado más esencial.
Primero de la mano de Freud el pasado se convirtió en el escenario de lo traumático, y después en la lírica política del 68 el pasado mismo devino lastre pues implicaba la pérdida de la juventud. No se trataba ya de las juventudes políticas que aparecieron a principios del siglo XX, sino de la juventud misma convertida en valor político y cultural dominante.
Desde entonces, carecer de pasado ya no es una carencia, sino lo contrario: significa mantener íntegro el capital de una vida sin consumir. Y de ahí que veneremos la precocidad: solo el que carece de pasado o lo suspende como irrelevante puede vivir un presente con la sola forma del futuro. De hecho, nada resulta suficientemente actual si no es futurista, ni siquiera en el diseño de utensilios. Así que todo lo que guarde algún trazo del pasado corre el peligro de quedar fuera de lugar en el presente. Pero esa exigencia de carecer del lastre del pasado y de constante actualización, implica la casi instantánea obsolescencia de todo, también de los políticos, que parecen tan precoces en su aparición como en su desaparición.
La juventud como cualidad para el liderazgo político implica precocidad, también de las ideas que se vuelven eslóganes, de las estrategias que se reducen a tácticas y hasta de las fobias y filias que se suceden tan vertiginosamente como entre adolescentes. Es difícil atender a nuestra política sin el gusto por las series juveniles.
  • Higinio Marín es filósofo
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