Víctimas o verdugos
Entonces, si atribuimos a la víctima la culpa, hemos conseguido dejar de identificar lo que las palabras son y significan. Esa es precisamente la pretensión del demonio, que es el padre de la mentira: confundir
Puedo entender que todos somos pecadores, puedo entender que nadie está libre de pecado y el que lo esté que tire la primera piedra. Entiendo, también, que la aversión al mal solo es posible desde el deseo de bien y la humilde conciencia de que «solos» no podemos hacer nada. «Sin ti, Señor, ¿adónde iremos?»
Sin embargo, es muy del gusto de nuestro tiempo confundir las cosas y en esto, los católicos, no vamos a la zaga del resto. Desde Nietzsche el concepto de pecado se volvió «relativo» y preferimos camuflarlo y diluirlo. Si todos pecamos (cosa que va de suyo), significa que nadie es inocente, que todo el mundo es culpable y que el mal mismo es relativo, sobre todo en terreno propio. Hay algo natural en esto, como cuando el niño, al acusarle de que ha hecho algo malo, le echa la culpa a su hermano. «Nadie quiere al tío culpas», que decía mi madre, por lo que es mejor decir que otro es culpable, o que todos lo somos, o que no ha habido mal alguno. En todo caso, ver la mota en el ojo ajeno para no ver la viga que se nos cae encima no puede suponer que la eliminación de la responsabilidad sea sinónimo de que el mal no ha existido. Son, con todo, dos problemas muy distintos.
Cuando decimos que «hacerse la víctima» es usar un discurso manipulador, obviamos algo: que solo quien huye de la verdad y de la responsabilidad desea confundir los términos y olvidarse del abusado, que queda solo e indefenso sufriendo en su piel la ausencia de justicia y de sentido. Porque la víctima real solo desea la justicia y la verdad, sabiendo que están fuera de su alcance, pero también de los discursos maniqueos. Y es que la justicia, la verdad y el bien muchas veces se usan por aquellos moralistas de pacotilla como máscara para salir airosos, sin culpa y con más poder, de un escenario victimario.
Se empieza a escuchar que el abusado es también culpable —¡algo haría!—, aunque solo sea en la mínima condición de la libertad que se ofrece al abuso (esto lo defienden aquellos que piensan que la violación no es solo culpa del violador… sino de la «minifalda»). Entonces, si atribuimos a la víctima la culpa, hemos conseguido dejar de identificar lo que las palabras son y significan. Esa es precisamente la pretensión del demonio, que es el padre de la mentira: confundir. Si la víctima se confunde con el verdugo, no habrá menester en perseguir al verdugo ni en proteger a la víctima. Consintamos mejor que el mundo se vuelva natura violenta y deje de comparecer en él lo que nos hace humanos, tal como sucede en el reino animal, donde el débil no tiene ningún poder ante el fuerte más que proteger su propia vida, y esta es poca cosa en las fauces de un lobo hambriento. Dejemos que los hombres mismos, animalizados, sean quienes diriman sus desavenencias como una cuestión de legítima defensa: o defenderse o morir, lo que a veces se traduce en una disyuntiva peligrosa: o el silencio como modo de supervivencia, o la revictimización (acusación de «hacerse la víctima») cuando se denuncia.
Si dejamos de buscar justicia, no se hará justicia, sino abuso de poder; si dejamos de aspirar a la verdad, la mentira acampará a sus anchas; si la búsqueda del bien ya no es apetecible, la víctima será culpable y se convertirá, como lo hace, en un arma arrojadiza de los impuros contra los puros, el último resquicio para podernos decir a la cara —a ver si hay huevos— que no hemos hecho nada malo y que la víctima en realidad no es víctima, sino que «se hace la víctima». O peor todavía, podré yo convertirme en víctima haya hecho lo que haya hecho, porque en realidad todos somos víctimas, inocentes o no.
De esta forma en nuestras sociedades posmodernas el mal queda impune, nuestra conciencia liberada y la víctima sufriente sola e invisible, sin amparo, en un mundo donde los demás juegan, como niños, a lavarse las manos, a quitarse «solos» la culpa de encima, sin Cristo, mirando a otro lado, socavando así los cimientos de nuestra cultura y las dimensiones más hondas de la humanidad. Con ello es como entra en el corazón de nuestros hijos un mal mayor que no somos capaces de revertir: que nada son la verdad y la mentira, que todos somos pecadores y víctimas, que eliminando el pecado eliminaremos la culpa y el sufrimiento que invade la conciencia. En definitiva, que la víctima, en realidad, solo se hace la víctima, por lo que no nos afanemos en protegerla, que todo es cuestión de perspectiva.
Una cosa más: no nos excusemos diciendo que somos víctimas, pero no la «pura víctima». Faltaría más. ¿Acaso Cristo nos pediría asemejarnos a él en su sufrimiento? Por supuesto que no. Si miramos a la «pura víctima» que es Cristo no es para relativizar el sufrimiento de todas las víctimas, sino para ponernos a su lado y compadecernos (sufrir con ellas mirando el sufrimiento de Cristo clavado en la cruz). Si esto no lo hacemos, ¿del lado de quién nos ponemos: de quienes lo crucificaron, de quienes creen que todavía es posible sufrir más para ganar méritos, o de quienes miden el sufrimiento con una vara que lo relativiza o ignora?
Cristo perdonó a quienes lo crucificaron, se lo pidió a su Padre: «perdónalos Padre, porque no saben lo que hacen», sanando así la ceguera ante su falta con un Amor infinito. Perdonar no significa, nunca, ponerse del lado del mal ni de quienes lo cometen, sino de un Amor más grande capaz de sanarlo, de reconducirlo, sea en esta vida o en la vida eterna. Y esto las víctimas lo saben muy bien, callen o hablen, porque ese Amor que es Verdad y Vida nunca les falta.
- Prof. Dr. Feliciana Merino Escalera es profesora de Humanidades de la Universidad Cardenal Herrera-CEU (Elche)