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tribunaÍñigo Castellano y Barón

La hipocresía multicultural

Gaza aparece en todas las portadas, y debe aparecer. Pero ¿dónde están las cámaras cuando una comunidad cristiana desaparece de Mali o es quemada en Tigray? ¿Dónde los enviados especiales cuando un obispo es asesinado a machetazo o una niña cristiana es secuestrada y forzada a convertirse?

Miles de cristianos son perseguidos y asesinados cada año por su fe, sin que los medios, gobiernos ni organismos internacionales levanten la voz. ¿Cuánto vale hoy una vida cristiana en el mercado global de las causas justas?

En un mundo que presume de derechos humanos, libertad religiosa y avances tecnológicos sin precedentes, miles de cristianos son perseguidos y asesinados en silencio. Un silencio atronador, sostenido por la cobardía de gobiernos y medios de comunicación que prefieren no incomodar al relato dominante. Esta tribuna no es una llamada a la confrontación, sino al despertar moral de una sociedad que, mientras protege con celo ciertas sensibilidades, permite la desaparición programada de comunidades enteras por el simple hecho de creer en Cristo. ¿Hasta cuándo esta complicidad vergonzosa?

Mientras la humanidad presume de haber alcanzado las cumbres del progreso, mientras se alzan monumentos retóricos en nombre de los derechos humanos, miles de cristianos son perseguidos, torturados y asesinados cada año en los márgenes del mapa y del interés informativo. Y nadie dice nada. No se trata de hechos aislados ni de errores de interpretación cultural. Se trata de un genocidio sostenido, real y silenciado. En Nigeria, aldeas han sido arrasadas por grupos islamistas como Boko Haram o los pastores fulani. Iglesias quemadas, seminaristas degollados, niños secuestrados, familias exterminadas por el simple hecho de profesar una fe. En Somalia, Eritrea, Sudán, Burkina Faso o la República Centroafricana, el cristianismo se ha convertido en un delito no escrito que se paga con la muerte. En Siria o Irak, comunidades cristianas que llevaban dos mil años viviendo en paz han sido reducidas a la mínima expresión. En Pakistán, la ley de la blasfemia se cobra víctimas inocentes con el beneplácito del Estado. En la India, los pogromos contra iglesias católicas o evangélicas se multiplican, alentados por el nacionalismo hindú. Y mientras tanto, los titulares del mundo callan.

¿Cómo puede explicarse este silencio? ¿Por qué las agencias de prensa, tan diligentes para amplificar otros conflictos, ignoran sistemáticamente la sangre cristiana derramada? ¿Qué miedo retiene a los grandes medios de llamar las cosas por su nombre? ¿Cuánta cobardía moral hace falta para omitir deliberadamente una limpieza religiosa que se repite en decenas de países? ¿Qué ideología dominante ha decretado que los cristianos asesinados no merecen ni una columna?

Nos enfrentamos, tal vez, al mayor escándalo ético del siglo XXI: el escándalo de la complicidad por omisión. Porque callar ante el mal es también una forma de participar en él. Seleccionar qué víctimas merecen atención y cuáles deben desaparecer en el anonimato no es solo negligencia: es una toma de partido. Gaza aparece en todas las portadas, y debe aparecer. Pero ¿dónde están las cámaras cuando una comunidad cristiana desaparece de Mali o es quemada en Tigray? ¿Dónde los enviados especiales cuando un obispo es asesinado a machetazos en el Congo? ¿Dónde los informes cuando una niña cristiana es secuestrada y forzada a convertirse?

Hay, en este silencio, un tufo a hipocresía sistemática. Una voluntad expresa de no molestar. De no herir sensibilidades. De no cuestionar ideologías, aunque en muchos casos justifiquen el asesinato, la conversión forzada o la marginación absoluta de quienes no se someten. Occidente, que presume de tolerancia, parece tolerarlo todo… menos a quienes profesan una fe cristiana con coherencia. En nombre de un multiculturalismo mal entendido, se ha cultivado un relativismo que equipara a la víctima con su verdugo, que censura al que denuncia y premia al que amenaza. Y así, la conciencia pública se anestesia.

En Europa, mientras se cierran iglesias por falta de fieles, se protegen con celo expresiones radicales del islamismo. Mientras se legisla contra símbolos cristianos en espacios públicos, se multiplican cesiones a prácticas confesionales extranjeras. Mientras se reprime la historia cristiana como opresora, se toleran discursos supremacistas amparados en la identidad religiosa de minorías no integradas. Y esto, lejos de ser un signo de progreso, es el síntoma de una decadencia moral profunda. Porque cuando una sociedad prefiere no ver, no oír, no hablar del sufrimiento real, se convierte en cómplice de su destrucción.

Occidente ha perdido el sentido de la proporción. Y con él, también el sentido del deber. El deber de proteger a los más débiles. El deber de denunciar el mal. El deber de alzar la voz cuando otros son silenciados. Hoy, ese deber está siendo incumplido de forma sistemática. Los gobiernos miran hacia otro lado. Las grandes plataformas se autocensuran. Las organizaciones internacionales, tan locuaces en otros frentes, se muestran tímidas, ambiguas. Y los cristianos perseguidos siguen muriendo.

¿Qué queda, entonces? Queda la conciencia. Queda la dignidad. Queda la obligación de romper el cerco del silencio. De escribir, de hablar, de denunciar. De llamar al pan, pan, y a la persecución, persecución. De no permitir que la fe de unos pocos se convierta en causa de su muerte sin que al menos quede testimonio.

La tecnología ha hecho del mundo una aldea global, pero ha reducido nuestra mirada a lo que conviene al relato dominante. El progreso ha sido invocado como coartada para abdicar de cualquier verdad incómoda. Y la defensa de los derechos humanos se ha convertido, en demasiadas ocasiones, en una máscara que encubre la más obscena indiferencia. Ser asesinado por el único «crimen» de ser cristianos, por sí solo, debería bastar para avergonzar a toda una civilización que presume de humanidad. Ni siquiera se habla de ellos.

Íñigo Castellano y Barón es Conde de Fuenclara

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