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tribunaÍñigo Castellano y Barón

España entre la Agenda 2030 y la erosión del Estado de derecho

La politización del Consejo General del Poder Judicial, la presión mediática sobre decisiones judiciales sensibles y los intentos por condicionar nombramientos judiciales desde el Ejecutivo reflejan una estrategia de desgaste institucional

Actualizada 01:30

España atraviesa un momento de extraordinaria fragilidad institucional, en el que la arquitectura del Estado, cimentada en principios de legalidad, independencia judicial y equilibrio entre poderes, se ve erosionada por una clase política que ha hecho de la oportunidad y la supervivencia sus únicos programas. La instrumentalización de las instituciones públicas, la dependencia de fuerzas separatistas para la gobernabilidad y la adopción indiscriminada de agendas ideológicas globales han producido una escena nacional desfigurada, en la que el sentido común cede terreno ante la imposición sectaria y la inseguridad jurídica.

El debilitamiento del parlamentarismo, vaciado de deliberación genuina en favor de pactos cerrados en la sombra, ha dejado a España en una suerte de limbo representativo. El Ejecutivo se mantiene a flote mediante alianzas parlamentarias con formaciones que abiertamente cuestionan la continuidad del proyecto constitucional. A cambio, se han cedido parcelas esenciales de soberanía política y lingüística. El caso paradigmático es el impulso del catalán, euskera y gallego como lenguas oficiales en la Unión Europea, promovido como moneda de cambio para asegurar votos en la investidura. Esta maniobra, lejos de simbolizar la diversidad, proyecta una imagen de debilidad institucional que ha despertado perplejidad entre socios europeos.

En paralelo, la justicia española se ve sitiada. La politización del Consejo General del Poder Judicial, la presión mediática sobre decisiones judiciales sensibles y los intentos por condicionar nombramientos judiciales desde el Ejecutivo reflejan una estrategia de desgaste institucional. Más allá del control formal del poder judicial, se pretende desacreditarlo públicamente, presentándolo como un obstáculo para el «progreso», cuando en realidad es uno de los últimos garantes de legalidad frente a un poder que rehúsa asumir responsabilidades. La persistencia del aforamiento, que protege a altos cargos de responder judicialmente, agrava la percepción de impunidad. Casos como el del hermano del presidente del Gobierno ilustran una preocupante tendencia al uso del poder para blindarse personalmente.

La corrupción, en este escenario, no es una anomalía sino un síntoma estructural. El Banco Mundial ha rebajado la calificación de España en materia de control de la corrupción a niveles inéditos. A pesar de ello, la voluntad reformista brilla por su ausencia. La anunciada Autoridad Independiente de Protección del Informante sigue sin estar operativa, y se han desactivado mecanismos autonómicos de vigilancia. La transparencia se presenta como una retórica vacía, al tiempo que se perpetúan redes clientelares alimentadas por recursos públicos. La ciudadanía, testigo de esta decadencia, observa cómo la ley parece aplicar selectivamente, y cómo la fiscalización queda a merced de la coyuntura política.

La Agenda 2030, en este marco, ha pasado de ser una hoja de ruta internacional a un instrumento de reconfiguración ideológica interna. Su implementación en España se ha desvinculado de la realidad socioeconómica nacional, para devenir una herramienta retórica que justifica políticas ajenas al interés inmediato de los ciudadanos. Lejos de generar consensos, se impone por decreto, sin el debido debate parlamentario ni evaluación objetiva de sus efectos. El resultado es una legislación errática, fragmentada, y muchas veces contradictoria, que genera inseguridad jurídica e institucional. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible sustituyen la planificación con principios, por una narrativa moralizante, muchas veces vacía de contenido tangible. Mientras tanto, la política exterior se ha convertido en una prolongación de la interna. En lugar de proyectar liderazgo, se instrumentaliza la acción diplomática para satisfacer exigencias de socios parlamentarios. La continuidad de normativas anacrónicas y la falta de estrategia hacen que España se presente ante el mundo como un país más preocupado por gestionar su fragmentación interna que por influir en el escenario global. Lejos de fortalecer su presencia internacional, el país aparece vulnerable y desdibujado, sin voz propia en los grandes debates del siglo XXI.

Frente a esta situación, la sociedad comienza a reaccionar. La creciente movilización ciudadana, aún dispersa, refleja un malestar profundo ante la deriva institucional. Lo que está en juego no es una batalla ideológica, sino la continuidad de un marco de convivencia basado en la ley, la responsabilidad pública y el respeto a las instituciones. El clamor que emerge no es de reacción ni de nostalgia, sino de sentido común. España no necesita más eslóganes ni reformas nominales: requiere un regreso urgente a una política orientada por la legalidad, la integridad y el compromiso con el bien común. Algún sector de la prensa comienza a ser crítico ante la realidad evidente, mientras el PSOE se mueve de manera espasmódica intentando mostrar un relato que ya no domina.

Solo recuperando el respeto por las instituciones, devolviendo a la justicia su plena autonomía, y frenando la instrumentalización ideológica del poder, podrá España superar esta fase crítica. Es una cuestión de regeneración democrática y, sobre todo, de dignidad nacional.

  • Íñigo Castellano y Barón es Conde de Fuenclara
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