La Cabra
En moto fui y volví a la universidad, salí de copas por las noches, me presenté en esos trabajos eventuales con los que iba alegrando mi cartera de estudiante, realicé todo tipo de recados familiares (incluso llevé la pata de un jamón con la pezuña negra mirando al cielo) y transporté a mi novia como si ambos galopáramos por la Gran Vía sobre un corcel blanco
Desde los diecisiete años me muevo por la ciudad en motocicleta. En aquellos tiempos no era necesario disponer de un carné para las motos de baja cilindrada, tampoco llevar casco. Lo único que se requería eran unas piernas fuertes para arrancar a pedal y para poder arrastrarlas por el asfalto cuando el depósito se quedaba seco, así como pericia para driblar a los guardias (todavía se les llamaba así) que soplaban el silbato y levantaban el brazo para solicitar una documentación que nunca estaba actualizada. Reconozco que también exigían algo de maña para cambiar la bujía, y un resto de caradura para robarle el tapón de la gasolina a otro ciclomotor de la misma marca. Aquel mangar justiciero a quienes presumiblemente me habían mangado, era un juego en cadena en el que empleaba la misma excusa que utilizaba para reponer los tapones de válvula de las ruedas.
En moto fui y volví a la universidad, salí de copas por las noches, me presenté en esos trabajos eventuales con los que iba alegrando mi cartera de estudiante, realicé todo tipo de recados familiares (incluso llevé la pata de un jamón con la pezuña negra mirando al cielo) y transporté a mi novia como si ambos galopáramos por la Gran Vía sobre un corcel blanco, pues blanca era su carrocería. Oíamos los petardeos del motor de cincuenta centímetros cúbicos, ahogado bajo el peso de nuestros cuerpos veinteañeros, pero creíamos escuchar el chocar centelleante de las herraduras de Pegaso, con alas y todo. A aquellos enamorados sobre dos ruedas les sobraban los automóviles más lujosos, junto a los que pasábamos con desdén cuando el tráfico se condensaba, lo que en Madrid sucede con harta frecuencia.
Podríamos haberle puesto un nombre a la moto acorde a nuestra fantasía, pero se nos adelantó el portero de la comunidad de vecinos en la que vivía mi novia, que la bautizó La Cabra, porque él no sabía mirar aquel aparato sin matrícula ni seguro a terceros, sin ITV ni piezas originales, con los ojos de los enamorados. En nuestra espiral de ensueños, ella y yo convertíamos el manillar en la testa arrogante de Bucéfalo, el equino con el que Carlo Magno, rey de francos y lombardos, se presentaba en la batalla; el chasis en el costillar firme de Othar, la bestia furiosa de Atila; la maquinaria básica y quejumbrosa sobre la que colocaba mis pies, en el corazón valeroso de Babieca, que lanzaba contra los moros a nuestro Cid legendario; el sillón alargado que llevaba un trozo de cinta aislante allí donde algún quinqui de mi barrio había metido el cortaplumas con tal de joder, en silla de piel curada en la mejor guarnicionería de Toledo; las ya nombradas ruedas de dibujo gastado, en los cascos duros y abrillantados de un corcel de noble cuna. La Cabra, decía el portero, y el jactancioso ciclomotor trataba de responderle con un relincho, más solo conseguía soltar una pedorreta. «¡Qué mal ha sonado eso!», me advertía. «Se te ha ahogado otra vez». Como era hombre servicial, terminaba empujándome, con las manos aferradas a la parte trasera del sillín, mientras yo trataba de meter el embrague para regresar a mi casa. «¡No te pares! ¡No te pares, que La Cabra se ahogaría de nuevo!», era su despedida mientras yo me alejaba calle adelante, saludándole con el vaivén de uno de mis pies.
He recorrido Madrid palmo a palmo, una y otra vez, de sur a norte, de oeste a este, a los mandos de una moto. La Vespino murió, claro, y tras ella las que vinieron a sustituirla, que quemaron las limitaciones de sus cilindradas sobre el cemento que recubre la ciudad a ambos lados de la Castellana. Entremedias, algunas multas, alguna caída, algún estornudo por Ríos Rosas, alguna tormenta a los mandos del acelerador, muchas tardes a los toros… Si antes necesitaba detenerme a cada poco para consultar mi destino en las páginas del callejero, ahora un imán encastrado en uno de los retrovisores sostiene mi teléfono móvil, que con un mapa en movimiento me conduce de ronda a avenida, de glorieta a plaza, de costanilla a pasaje… librándome de tener que encajar las cuadrículas del mapa del barrio de Salamanca con las del barrio del Niño Jesús, por poner un caso.
Desde hace un año piloto una máquina de tres ruedas, un triciclo que ha subido mi categoría de motero urbano. Es blanco, como aquella vieja Cabra, y tiene el doble o el triple de centímetros cúbicos, una medida que nunca he sabido en qué consiste. Llevo el casco reglamentario, paso la ITV, pago el impuesto de tracción mecánica y paso la ITV y las revisiones anuales, aunque no sé dónde se encuentra la bujía ni me veo obligado a llevarme el tapón del depósito de las motos ajenas. A veces petardea cuando se pone verde la luz de un semáforo, como si lanzara un guiño a aquel viejo ciclomotor que duerme el sueño de las virutas metálicas en algún desguace.
La moto es el vehículo más operativo en una gran ciudad como Madrid, para llegar puntual allí donde te esperan a pesar del marasmo de la circulación. Gracias a ella soy capaz de sumar unas cuantas gestiones diarias en lugares apartados entre sí. Y a los mandos me sigo sintiendo como un jinete entre el estruendo de los bocinazos.
- Miguel Aranguren es escritor