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20 de abril de 2024

Julio Llorente

La Gracia de vivir en tiempos difíciles

Actualizada 17:53

Conozco a dos personas que discrepan sobre el mundo actual. Una de ellas, la optimista, lo contempla como pletórico todo él de la radiante luz de una mañana soleada de enero. Celebra los derechos humanos y sus sucesivas ampliaciones como conquistas de la razón, lamenta el cambio climático pero se dice a sí misma que, aun así, vive en el mejor de los contextos posibles y cree ciegamente que el progreso tecnológico y el avance de las ciencias redundan naturalmente en el bien del ser humano. La segunda persona, en cambio, ve el mundo como circundado por una espesa bruma. Nos recuerda que los gobernantes promulgan leyes inicuas, que el vicio está institucionalizado bajo apariencia de virtud y que el tiempo ha acabado dando la razón a los luditas, que eso del progreso tecnológico no es tanto una parusía como una condena. Además, desembrida su imaginación y fantasea con la posibilidad de haber nacido en otro tiempo, en uno menos sombrío, más humano.
El optimista y el pesimista confrontan sus posturas y quien escribe piensa para sí que ambos tienen parte de razón. Por supuesto que el mundo es bueno y bello y por tanto admirable, pero ¿cómo comulgar con el optimista cuando los niños mueren de hambre y los adultos se consumen de pena? Por supuesto que a nuestro alrededor abunda el mal, pero, ay, ¿cómo coincidir con el pesimista si las golondrinas siguen cantando la belleza de los atardeceres y los hombres amándose sobre la arena de las playas?
Aunque sus actitudes ante el mundo, tan diferentes, y sus disputas, tan enconadas, podrían hacernos creer lo contrario, los destinos del optimista y del pesimista están ineluctablemente ligados. Por extraño que parezca, el vigor de las alabanzas del primero depende del vigor de las lamentaciones del segundo. El bien del uno es el bien del otro. Cuanto más jeremíaco se ponga el pesimista, más edulcorará su discurso el optimista. Y al revés. Cuanto más pletórico se muestre éste, más acre se exhibirá aquél. A riesgo de resultar hiperbólicos, diremos que el pesimismo existe porque proliferan los optimistas y que el optimismo existe porque proliferan los pesimistas. «No se puede incurrir en un exceso sin exponerse a caer en el exceso contrario», sentencia Platón en su República. Tanto el pesimismo como el optimismo se nos presentan como un impetuoso, casi intempestivo, intento de enmendar un mal preexistente, ya sea el de concebir el mundo unívocamente como edén o el de concebirlo unívocamente como valle de lágrimas, ya sea el de negar su sombra o el de negar su esplendor.

Nadie moverá un dedo por un mundo que ya sabe condenado. Tampoco lo hará por uno que ya sabe salvado Julio Llorente

Pero no sólo. Los destinos del pesimista y del optimista también están entrelazados porque ambos abocan a sus seguidores a una idéntica parálisis. Nadie moverá un dedo por un mundo que ya sabe condenado. Tampoco lo hará por uno que ya sabe salvado. Si san Francisco de Asís hubiese abrazado el pesimismo, si hubiese negado la posibilidad de una redención para su época, no habría fundado una orden mendicante que pretendía renovarla. Si los revolucionarios franceses hubieran creído que todo estaba bien, que no había ningún problema con aquella Francia delicuescente que reunía en sí lo peor del mundo antiguo y lo peor del mundo moderno, no se habrían entregado nunca a aquella orgía de crueldad y sangre. Quizá se trate, como sugiere Chesterton en Ortodoxia, de «odiar el mundo lo suficiente para cambiarlo y amarlo lo suficiente para creer que vale la pena cambiarlo».
Hoy, cuando se antoja tan real el riesgo de que las pirotecnias tecnológicas deslumbren nuestra mirada o de que la certidumbre de una decadencia moral la ensombrezca, necesitamos iniciativas cívicas que nieguen la mayor y se distancien tanto del pesimista que predica la inexorabilidad de una catástrofe como del optimista que anuncia la inminencia de una plenitud. Iniciativas, en fin, que profesen a nuestro tiempo la lealtad amorosa que le debemos por la simple gracia de haber nacido en él y que, aun así ―¡o por eso mismo!―, no soslayen la evidencia de que está herido, de que el mal se ha anexado a él como un parásito a nuestra dermis.
Ojalá El Debate sea el refugio de cuantos, con el optimista, festejamos el mundo actual y, con el pesimista, lamentamos su deriva. 

Julio Llorente

Periodista, humanista, traductor y escritor. Tras los pasos de Chesterton. Fui director de la editorial Homo Legens. Ahora ando inmerso en Ediciones Monóculo.
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