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28 de marzo de 2024

Fray Abel de Jesús
Los términos del Reino

Cristianismo y guerra

Hoy hay quien niega, aplicando el Evangelio a lo temporal, que un cristiano pueda no solo orquestar una guerra sino acaso participar en ella

Actualizada 04:26

La guerra, desde un punto de vista cristiano, es una cuestión de suma complejidad que, a veces, no nos ha sido explicada de manera satisfactoria. Si se le pregunta a un teólogo del bienestar, por supuesto, dirá un no a la guerra tan rotundo como rotunda es la simpleza de su aproximación teórica y tan lejana su implicación en el gran drama de la historia humana.
Por un lado, está muy atestiguado que Jesús dijo que era necesario que su-cedieran guerras (Mt 24, 6; Lc 21 9; Mc 13, 5-13), aunque con necesidad colateral, no de conveniencia. Porque lo cierto es que todo el Evangelio tiene un lustre de antibelicismo que nadie puede negar. No solo en sus palabras se esgrime un eventual no a la guerra –«bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5, 9)–, sino que su rechazo a la violencia se manifiesta sobre todo en su muerte en la cruz, que es la plenitud de la Revelación. Allí fue llevado como cordero al matadero, sin proferir insultos ni amenazas, poniendo la otra mejilla ante sus agresores, convirtiéndose en modelo supremo del obrar de sus discípulos. Téngase en cuenta, además, que llegó hasta allí renunciando a la legítima defensa por las armas: «¡Quien toma la espada a espada muere!» (Mt 26, 52), dijo bajando la espada ya desenvainada de Pedro.

También hay quien niega que un cristiano pueda llegar al poder. Tiene sus buenas razones para pensar así

Pero hay otra dimensión fundamental del Evangelio que usualmente se olvida. Un muchacho se acercó un día a Jesús pidiéndole que pusiera orden en su familia, puesto que su hermano había decidido apropiarse de su parte de la herencia. Jesús, para sorpresa de los allí presentes, se excusó diciendo: «¿Quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?» (Lc 12, 13). En otra ocasión, a la diatriba sobre los impuestos del imperio respondió de forma más audaz aún: «Conceded al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Lc 20, 25). Con estas y otras palabras, el Juez y Señor de toda la Creación declaraba que su reino «no es de este mundo» (Jn 18, 36) y que a las realidades temporales les corresponde una justa autonomía que se llamó, andando el tiempo, derecho natural. Esto es lo que el concilio Vaticano II formuló como «legítima exigencia de autonomía que responde a la voluntad del Creador» (GS 36).
Hoy hay quien niega, aplicando el Evangelio a lo temporal, que un cristiano pueda no solo orquestar una guerra sino acaso participar en ella. También hay quien niega que un cristiano pueda llegar al poder. Tiene sus buenas razones para pensar así. Pero creo que tal postura, llevada al extremo, supone volver al estado de teocracia que niega a las realidades temporales su justa autonomía para conseguir los bienes que se propone. Es más, creo que negando la legítima defensa bélica, que en otro tiempo se llamó guerra justa, no podría haber políticos cristianos; no, al menos, fuera del tiempo de paz o, al menos, no sin un incurrimiento gravísimo en un pecado de connivencia. Negar la posibilidad de la guerra es solo fruto de una conciencia anestesiada por el bienestar presente. Ni siquiera el mártir Ignacio Ellacuría desechaba la posibilidad última de la violencia en circunstancias extremas. Porque si la alternativa a la guerra es la destrucción irremediable del bien, la belleza, la justicia y la libertad de mi propia familia, entonces el debate se establece en otros términos.
El siglo tiene sus propias leyes que llevan a situaciones deseables o indeseables, según como se tercie. Y la guerra es siempre un mal que el cristiano aborrece y quiere evitar. Pero cuando volvemos los ojos a Cristo pretendiendo que arregle nuestros litigios de armas y herencias, Él se vuelve para interrogarnos, con serena majestad, sobre quién le ha nombrado a Él por ventura juez en nuestras disputas temporales.
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