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26 de abril de 2024

Carlos Marín-Blázquez
radiaciones

Las horas oscuras

¡Qué esenciales son esas horas en las que uno se adentra en sus propios laberintos! No hay protección posible contra la agitación de nuestro entorno que no se afirme sobre los cimientos de una interioridad bien pertrechada

Actualizada 05:15

Ningún escritor olvida el día en que aparece publicado su primer artículo, o su primer relato, o su primer libro de poemas. Siente en ese momento, junto al inevitable pellizco del orgullo, un cierto vértigo de irrealidad al contemplar por vez primera su nombre en el encabezamiento de un texto que quizá en adelante le cueste reconocer como suyo. Ese extrañamiento que produce la contemplación de la propia obra fuera del espacio donde se gestó apunta hacia el destino que aguarda a toda creación que sale al espacio público: el de transformarse en una criatura autónoma, apartada definitivamente de su autor, expuesta a la intemperie de las interpretaciones y los juicios.
Para el escritor, sin embargo, hay todo un mundo detrás de esa pieza (breve o extensa, anodina o brillante) que acaba de ver la luz. Es un mundo que sólo él conoce, hecho de perseverancia y de miedo, de vastos espacios de esterilidad y fugaces arrebatos de entusiasmo. Es un ámbito de infatigable merodeo, de persecución de la palabra con la que fijar cada idea en el molde exacto de una frase. Se bordea aquí, con frecuencia, el terreno de lo obsesivo. Puede que al autor alguna vez le lleguen los ecos de unos cuantos comentarios elogiosos, que sin duda agradecerá. Puede que, durante un tiempo, el espejismo de una efímera notoriedad incentive el vuelo de una fantasía demasiado propensa a los excesos. Pero si ha aprendido a reconocer cuál es la auténtica sustancia de la que se nutre su vocación, sabe que está llamado a regresar a la soledad que le aguarda entre las cuatro paredes de un cuarto en silencio, porque es ahí donde estriba la esencia del misterio que define su tarea: en la posibilidad, siempre latente, de que de ese vacío que el tiempo urde a su alrededor surja el regalo de algún logro valioso.

El mundo venera lo exterior, le gusta dejarse cautivar por el brillo de las apariencias y el estruendoso carnaval de los triunfadores

Es hasta cierto punto lógico que a esta necesidad de recogimiento el mundo reaccione con una mirada atónita. No en vano, el mundo venera lo exterior. Le gusta dejarse cautivar por el brillo de las apariencias y el estruendoso carnaval de los triunfadores. Toda disciplina de renuncia encierra para él un misterio de cuya entraña se cuida de permanecer al margen. Además, esa tendencia a la introspección, tan definitoria del creador en su sentido más genuino, en modo alguno se compagina con la ideología utilitarista que acciona los engranajes de la época. Si no es para la obtención de un fruto que le depare el éxito de un reconocimiento masivo, muy pocos entenderán la actitud del que se aparta del bullicioso rodar de los días con el propósito primordial de encontrarse a sí mismo.
Y, sin embargo, qué esenciales son esas horas en las que uno se adentra en sus propios laberintos. No hay protección posible contra la agitación de nuestro entorno que no se afirme sobre los cimientos de una interioridad bien pertrechada. Es en ese tiempo desprovisto de brillantez, casi opaco, donde la semilla del ser –por recurrir a la trascendencia significativa de la parábola evangélica– tiene ocasión de fructificar. Es ahí, en el espacio de esas horas oscuras, densas, demoradas, donde palabras como «atención» o «paciencia» adquieren un sentido mucho más hondo y decisivo del que solemos atribuirles en la conversación cotidiana. El espíritu se reviste de tensión en el trayecto que conduce hasta el centro de uno mismo. Y resulta de alguna manera indiferente la vía escogida para atravesar ese desierto (la composición de un texto escrito o de una pieza musical, la pintura de un cuadro, una meditación en torno a alguna lectura, la recitación de una plegaria), pues de lo que se trata es que de la actividad que reclama la absoluta concentración de nuestros sentidos y la perfecta armonización de nuestra sensibilidad y nuestro entendimiento, emerja el perfil verdadero de la persona que somos.
En la medida en que nuestra sociedad idolatra la acción, su idea de la vida no puede diferir demasiado de la que se desprende de los mensajes con que los grandes medios saturan nuestro entorno: un consumo frenético de experiencias mediante las que combatir ese mal epidémico al que, en Occidente, hemos convenido en llamar aburrimiento. El resultado, lo sabemos, es la caída en una espiral de deseos cuya satisfacción, en lugar de mitigar nuestro apetito, invariablemente lo exacerba. Urge, por tanto, una insistencia en la contemplación que nos libere de tanta servidumbre aciaga. Hacer menos para ser más. Custodiar una luz cuya llama, por muy tenue que pueda parecernos, ningún viento consiga apagar.
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