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mañana es domingoJesús Higueras

¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?

Es precisamente a Pedro a quien Jesús le encomienda custodiar esta verdad y proclamarla en el tiempo. «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»

Cada 29 de junio, la Iglesia celebra con solemnidad la fiesta conjunta de San Pedro y San Pablo, columnas de la fe cristiana. Dos hombres muy distintos, unidos por una misma misión: proclamar a Cristo con su vida hasta el martirio. Pedro, el pescador impulsivo elegido para ser roca firme; Pablo, el perseguidor convertido en apóstol incansable del Evangelio. En ellos contemplamos el origen y la continuidad de nuestra fe: una fe apostólica, fundada sobre testigos que vieron, tocaron y siguieron al Señor.

En esta fiesta, la liturgia pone en primer plano una pregunta decisiva que Jesús hizo a sus discípulos: «Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?» (Mt 16,13). No basta repetir lo que dicen los demás. Es necesario pronunciar una respuesta personal, convencida y humilde. Pedro, iluminado por el Padre, proclama: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Esta confesión no es un dato teórico, sino el centro ardiente de la fe cristiana: Jesús es Dios hecho hombre, el Salvador del mundo. Todo lo demás es secundario. Frente a tantas opiniones que hoy circulan sobre Jesús —que fue un sabio, un líder religioso, un ejemplo moral o un revolucionario—, la Iglesia tiene el encargo de proclamar una sola verdad decisiva: Jesús es el Hijo de Dios vivo.

Es precisamente a Pedro a quien Jesús le encomienda custodiar esta verdad y proclamarla en el tiempo. «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). No por sus méritos personales —Pedro era frágil, impulsivo, incluso cobarde—, sino por el designio gratuito del Señor. Desde entonces, el Papa, como sucesor de Pedro, tiene una misión fundamental: confirmar a sus hermanos en la fe, sostenernos en la verdad de Cristo, guiarnos en medio de las tormentas ideológicas, culturales, morales y espirituales de cada época.

Hoy más que nunca necesitamos esa firmeza. En un mundo donde tantas voces siembran confusión, relativismo y sospecha, la voz del Papa —cuando enseña con autoridad la fe de los apóstoles— es un faro que no cambia con el viento. No sustituye la fe personal, pero la custodia; no apaga la libertad, pero la orienta; no impone, pero ilumina.

Pedro y Pablo ofrecieron su vida en Roma, sellando con sangre su testimonio. Hoy, su herencia sigue viva en el ministerio del Papa, que navega la historia en la misma barca, proclamando que Jesús es el Señor. Aquel que confesamos con Pedro, y anunciamos con Pablo

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