«Estad alegres, porque vuestros nombres están inscritos en el cielo»
La alegría cristiana no ignora las lágrimas, pero las llena de sentido. No elimina el dolor, pero lo ilumina con la certeza de que nada de lo que sufrimos es en vano
Jesús, tal y como nos narra el evangelio de san Lucas, dice a sus discípulos después de enviarlos a predicar: «No estéis alegres porque se os someten los espíritus, estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo» (Lc 10,20). Esta frase contiene toda la esencia de la alegría cristiana: una alegría que no depende de los aciertos, ni de triunfos, ni de que las cosas nos salgan bien, sino de algo mucho más profundo y duradero.
A menudo, confundimos la alegría con la satisfacción de los logros personales o los aplausos de los demás. Pero Jesús nos invita a mirar más allá: nuestra verdadera alegría nace de sabernos llamados por Dios a una vida que tiene un gran valor ante su mirada, a una historia única e irrepetible que Él ha soñado para cada uno de nosotros. No somos un conjunto de casualidades genéticas o históricas, ni estamos aquí sin rumbo: Dios ha inscrito nuestro nombre en su corazón desde toda la eternidad. Existimos porque hemos sido deseados y amados, y ese amor nos da una dignidad que nada ni nadie puede arrebatarnos.
El cristiano vive con esta certeza: el Señor nos ha preparado un reino eterno y, por su muerte en la cruz y su resurrección, nos ha abierto las puertas del cielo. Esa esperanza es la fuente de nuestra alegría. A veces, la vida pesa y las pruebas nos hacen dudar. Pero incluso en los momentos de dolor, de fracaso, de lucha, esa esperanza permanece. Saber que nuestra meta no es este mundo, sino el Cielo, nos ayuda a perseverar, a no desfallecer cuando los caminos se vuelven difíciles o insoportables.
Para muchas personas, la confianza en la vida eterna es el único motor que las sostiene en medio de la enfermedad, la pérdida de un ser querido o las injusticias de la vida. ¿Qué mayor consuelo que saber que, al final, nos espera el descanso prometido y el encuentro con aquellos que amamos y que ya han partido? La alegría cristiana no ignora las lágrimas, pero las llena de sentido. No elimina el dolor, pero lo ilumina con la certeza de que nada de lo que sufrimos es en vano.
Por eso, Jesús nos recuerda: no pongáis vuestra alegría en lo pasajero, en lo que el mundo valora, sino en la promesa que no falla. Alegría es saberse amado y llamado al paraíso que siempre hemos añorado; alegría es vivir cada día con la certeza de que el cielo ya nos pertenece, porque nuestros nombres están inscritos allí, en las manos mismas de Dios.