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28 de marzo de 2024

El perfil de los liriosAlmudena Molina

La amistad en tiempos de bodas

Quizá haya que retornar, con las cruces venideras y las cicatrices abiertas, a la superabundancia de la gracia sacramental

Actualizada 10:50

Se casa mi amiga Carmina. Y para que se hagan una idea, Carmina es tan amiga que yo, a día de hoy, no concibo una vida sin ella, y eso que vivimos en la discontinuidad del tiempo y del espacio, entre Vallecas (para ella, las suculencias de Claudio Coelho no tienen nada que envidiar al campanario de San Pedro Ad Vincula y Boston. Carmina es tan amiga, que hemos estudiado juntas el colegio y la carrera, y aún seguimos divagando sobre el ente en cuanto ente o el amor constante más allá de la muerte. Figúrense, Carmina es tan amiga que ella ha ocupado mi lugar -ya totalmente suyo-, enseña Lengua y Filosofía donde yo antes lo hacía.
Se casa mi amiga Carmina. Se casa con Nacho. Y recuerdo como, hace más o menos tres años y medio, antes incluso de que se conocieran, las dos asistíamos a un coloquio con mi amiga Raquel, filósofa, en las Cuevas de Sésamo, lugar que recomiendo a todo bohemio o posmoderno. Allí Raquel dijo que los amigos eran una sola alma en dos cuerpos, mientras que los matrimonios, una sola alma y una sola carne. Carmina nunca olvidó ese encuentro, esa concepción del amor que rebasaba el sentimentalismo o el voluntarismo férreo. Era otro el amor que allí se habló, ese de la unión total, del éxtasis carnal, de la gracia sacramental.
Y ahora que se casa con Nacho, andaba yo pensando que si, dado que ella y yo, por el don de la amistad, somos una sola alma, ahora que se casa, mi amistad queda también, de alguna manera, renovada por el vínculo sacramental. Y en esto, echaba la vista atrás, al noviazgo, que es tiempo de acogida, de disposición ante la gracia que va a ser recibida. Y me acordaba de un día en el que, peladas de frío en una terraza de un bar de Vallecas, Nacho nos vio en la tiritona de los vientos imprevistos y nos sacó de su coche dos chaquetas de motero, mientras que él, sin nada con lo que abrigarse, sufría por nosotras la congelación otoñal. Ahí comprendí que Nacho, a través de Carmina, iba bellamente a formar parte de mi vida, a acrisolar una amistad vivida.
Se casa mi amiga Carmina. Y ahora que el amor se banaliza en delirios románticos de paraísos instagrámicos, que el amor «fue» eterno mientras duró, ahora que priman las barras libres y las despedidas de soltera (les he cogido una manía, y no por mojigatería, sino por la horterada que conllevan y, aunque Carmina también tuvo la suya, yo ya le he dicho que ni se le ocurra organizarme algo tan esperpéntico bajo ningún supuesto), ahora, quizá, ahora, haya que regresar a las Cuevas de Sésamo. Quizá haya que retornar, con las cruces venideras y las cicatrices abiertas, a la superabundancia de la gracia sacramental, a la fecundidad de la libérrima entrega total.
Quizá, por eso, el matrimonio entendido en su profundidad, en tiempos de cólera y diarrea social, sea todo un riesgo. Seguramente, lo sea, ¿no es un riesgo entregarse hasta el extremo? Pero –al hilo de Marcela Duque, cuyo poemario guarda Carmina en su casa– ¡qué bello es el riesgo! ¿no estamos acaso llamados a un amor con resonancias de la eternidad?
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