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Matilde Latorre de Silva

Cuando mueren un marido y una hija

En la muerte, estoy a punto de tener el máster…el único al que no me apunté y lo he cursado por la ley del «es lo que toca»

Las personas de este primer mundo estamos acostumbrados a la llegada, a la bienvenida, el nacimiento, la felicidad casi infantil, pero somos incapaces de pensar en la partida, el adiós, la muerte, el llanto. La muerte, tan contundente y tan lejos para nosotros. Cómo vamos a saber sanar las perdidas si somos incapaces de trascender, de pensar que en la vida no todo son momentos felices. En algún momento de cualquier vida hay tristeza, hay lágrimas y hay cruz. Una vez una monja teresiana en Bangladesh me dijo: «la cruz te va a caer antes o después, lo más inteligente es ponerle ruedas». La lección que he aprendido a la fuerza es que hay que saber llevar la cruz, ya que esta llegará. En la muerte, estoy a punto de tener el máster, el único al que no me apunté y lo he cursado por la ley del «es lo que toca», por la ley de «¿Por qué yo?», «no entiendo nada» y «me duele el alma».
La primera vez que me puse en primera fila con la muerte, fue en un aeropuerto militar, esperando un ataúd cubierto por una bandera y una gorra sobre ella. Han pasado muchos años y ahora con la perspectiva de otra pérdida en mi vida, ese duelo no fue tan doloroso, tan incapacitante. Aun así, no consigo entender como pude estar de pie en ese hangar militar. Solo recuerdo un viento frío en la cara y la calidad de la mano de mi padre en mi hombro y una foto fija de tus compañeros depositando el féretro, frente a mí, y yo no quería mirar, quería salir corriendo, quería no estar allí. No logro entender situaciones de aquel día, escenas dignas de Sorrentino. Mientras me vestía, mi cabeza en automático se puso pantalones por el frío y dos calcetines para no tener los pies fríos. Esos momentos son de tragicomedia, años después sigo sin entenderlo. La muerte, efectivamente no es el final, es el principio para todos de una vida distinta, con uno menos y con un ángel más.
A las 2.21 de un 7 de diciembre, me arrancaron un trozo de mi corazón, comenzaba mi otra vida, la que vivo desde ese día. El momento exacto es difícil de definir. Puede ser lo más parecido a una puñalada en el vientre. En ese instante, mi mente voló a ese aeródromo años atrás, quería saber si era igual el dolor, para saber si podría con él. Ese viaje en un segundo al pasado me constató que no hay dolor más terrible que ver morir a un hijo. Este dolor sí me asfixiaba, me volvía de trapo, me dejó aniquilada. ¿Tengo que seguir viviendo? El mundo me decía sí y yo respondía: ¿para qué? ¿Cómo se hace vivir? Aún no lo sé, hoy en día me lo pregunto…realmente no importa, cómo o qué hice lo que puedo asegurar es que conté con tres fieles aliados, mi familia, mi fe y el tiempo.
Hasta que se fue al cielo mi hija, pensaba que la valentía tenía que ser mimetizada y con galones. María me demostró que ha sido la persona más valiente, luchadora y fuerte que había conocido, y Dios me regaló ser su madre. Luchó hasta el último segundo, con todas tus fuerzas hasta que no pudo más y descansó para siempre. Cuántas veces he soñado con ese descanso. Se que te fuiste, llena de amor, que la Virgen me permitió estar de tu mano cuando te marchaste, tan pequeña y tan grande, mi niña preciosa. Te ganaste tu lugar en la familia con el sobrenombre de «María la brava». Esa noche era especialmente oscura, pero tú la iluminaste, te convertiste, mi bebé, en la protectora de esta familia que dejaste en la tierra y la que cada día se encomienda a ti.
Los años aminoran el dolor, pero no el amor, la gratitud, el ejemplo de vosotros dos que está cada día presente. Nos volveremos a ver, no sé cuándo, pero volveremos, así que, hasta el cielo…