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20 de abril de 2024

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El Papa Francisco, durante el Via Crucis en el Coliseo de RomaGTRES

La batalla del católico del siglo XXI será contra su propio ego, o no será

Veamos si en nosotros, como en el fariseo, existe la vanagloria de la buena obra pasada o presente, y la presunción o la imprudencia interior de creernos más justos que los demás

Alos informes que acaba de publicar la Iglesia Católica sobre su presencia real en el mundo, su evidente decadencia en Occidente y su misterioso crecimiento en lugares, aparente y paradójicamente «alejados de la mano de Dios», le falta una ulterior interpretación que, quizá, puede pasar inadvertida por la frialdad de los números.
A la ya sabida caída en picado de las vocaciones, de la práctica religiosa, de la natalidad y del gusto por la vida en países donde hay todo tipo de libertades naturales o inventadas, hay que darle una explicación profunda, más allá de las manías y fobias de los nuevos bolcheviques contra los cristianos.
Toda la estructura heredada de la iglesia, los siglos de construcciones, monumentos, leyes y civilización de culturas por la gesta evangelizadora en ultramar, no parece tener ya tanta fuerza de convicción.
La Iglesia europea se debate y se bate en duelo en una grieta, a priori insalvable, entre quienes creen tener la verdad y los que la usan como arma arrojadiza contra el presunto hereje. En medio de ese duelo, se alza un bando que acusa al otro con citas evangélicas apocalípticas; ruido y más ruido de sables, consignas, noticias a interpretar desde la ignorancia o el interés, mientras se suspira secretamente por la vuelta del Papa en su reserva voluntaria, como en las antiguas crónicas medievales de pontífices, casi autonómicos. Pero, ¿es este el mensaje novedoso del cristianismo? ¿Es esta la palabra que enciende los corazones en la carrera hacia el sepulcro? ¿Es esta la vida nueva que ha atravesado dos mil años desde las espaldas de san Pablo, tal y como cuenta en sus cartas: golpes, naufragios, frío, calor, tempestades, fundación de comunidades y amistad con los gentiles?

¿Imposición o atracción?

Recientemente, en Valencia, monseñor Peña Parra aludía a la cuestión del anuncio evangélico declarando que rechazaba la imposición del Evangelio «por la fuerza», puesto que la fe «crece en el mundo por atracción y no por proselitismo», tomando el pulso del problema real que tiene la Iglesia para volver a proponer el atractivo de Jesucristo al mundo y a los propios cristianos, que ya no logran diferenciar entre un discurso político y una homilía dominical.
En medio de toda esta confusión, las palabras poco escuchadas del Papa, que en el cargo lleva el sufrimiento de esa indiferencia y que ya sabe por herencia que su destino es la tergiversación.
El pasado domingo, en el rezo del Ángelus, comentó la ya conocida parábola del fariseo y del pecador en el contexto de sus catequesis sobre el discernimiento y quizá nunca haya estado tan lúcido a la hora de describir el mal que envenena el corazón de los creyentes.

El fariseo y el pecador

A propósito de los protagonistas del relato de Jesús que subían al templo, Francisco hizo un comentario a esa ascensión como «la necesidad del corazón de desprenderse de una vida mediocre para encontrarse con el Señor; de elevarse de las llanuras de nuestro ego para ascender hacia Dios —deshacerse del propio yo—; de recoger lo que vivimos en el valle para llevarlo ante el Señor. Esto es 'subir', y cuando rezamos, subimos».

Sinceridad y humildad

Pero, para elevarnos a Dios, el Papa describió un segundo movimiento muy necesario, aunque poco practicado: bajar. «¿Por qué? ¿Qué significa esto?» se pregunta Francisco. Porque «para ascender hacia Él debemos descender dentro de nosotros mismos: cultivar la sinceridad y la humildad de corazón, que nos permiten mirar con honestidad nuestras fragilidades y nuestra pobreza interior».
A juicio del Papa, «en la humildad nos hacemos capaces de llevar a Dios, sin fingir, lo que realmente somos, las limitaciones y las heridas, los pecados y las miserias que pesan en nuestro corazón, y de invocar su misericordia para que nos cure y nos levante. Él será quien nos levante, no nosotros. Cuanto más descendemos en humildad, más nos eleva Dios».

La soberbia del ego

El publicano, más consciente de su pobreza, se pone humildemente a distancia; «no se acerca, se avergüenza, pide perdón y el Señor lo levanta. En cambio, «el fariseo se exalta a sí mismo, seguro de sí mismo, convencido de su rectitud: de pie, alabándose, enumerando todas las buenas obras religiosas que hace», o de los valores religiosos que defiende. Según el Papa, esta dinámica «te lleva a creerte bueno y a juzgar a los demás: «Yo estoy bien, soy mejor que los demás. Y así, sin darte cuenta, adoras a tu propio yo y borras a tu Dios. Se trata de dar vueltas en torno a uno mismo».

Hacer el ridículo

El famoso relato del fariseo y el pecador nos concierne a todos, más o menos humildes, más o menos soberbios. Por eso, el Papa invitó a mirarnos; pero a mirarnos personalmente, para ver si existe esa «presunción interior de ser justos que nos lleva a despreciar a los demás; por ejemplo, cuando buscamos cumplidos y enumeramos siempre nuestros méritos y buenas obras, cuando nos preocupamos por aparentar en lugar de ser, cuando nos dejamos atrapar por el narcisismo y el exhibicionismo», e invitó a la atención contra «el narcisismo y del exhibicionismo, basados en la vanagloria, que también nos lleva a nosotros los cristianos, a nosotros los sacerdotes, a nosotros los obispos, a tener siempre la palabra 'yo' en los labios: 'yo hice esto', 'ya lo había dicho yo', 'yo lo entendí antes que vosotros'».
«Donde hay demasiado 'yo', hay poco Dios», remató Francisco para recordar una anécdota que refleja fielmente a una iglesia y a unos cristianos que solo se ven a sí mismos: «Una vez se hablaba de un sacerdote que era así, centrado en sí mismo, y la gente solía bromear: ese, cuando inciensa, lo hace al revés, se inciensa a sí mismo. Y así, también te hace caer en el ridículo» en el que pueden haber caído los cristianos que olvidan su propia fragilidad y la alegría a la que han sido llamados.
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