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05 de mayo de 2024

noches del sacromonteRicardo Franco

Quién siembra la cizaña y quién la siega

Las lecturas evangélicas de ayer y hoy resultan por una parte fascinantes y , a la vez, por otra, muy pertinentes para ilustrar el momento en el que nos encontramos los españoles de bien, de mal y los aparentes salvadores de este pobre imperio adormecido

Actualizada 12:35

Quien escuche a diario el audio del evangelio en El Debate sabrá, no solo que ya he vuelto de vacaciones y que me puede escuchar comentándolo con bellas palabras robadas a otros literatos, sino que las lecturas de ayer y de hoy resultan, por una parte fascinantes y a la vez, por otra, muy pertinentes para ilustrar el momento en el que nos encontramos los españoles de bien y los aparentes salvadores de este pobre imperio adormecido en su pasado de grandeza.
La cizaña, ay, la cizaña que aparece misteriosamente en los campos dorados de Dios y en la desconfianza que ha brotado entre nosotros. Esa cizaña que aparece diseminada sin saber por quién ni cuando. Esa cizaña que, en todo caso, nadie quiere recoger una vez ha infectado con sus malas hierbas nuestra tierra. Esa cizaña que, en todo caso, solo puede haber venido aventada por los vientos del poder y de todos aquellos que esperan alguna vez recibirlo, diciendo que fueron otros los malos labradores que echaron a perder nuestro tesoro.
Así que nada; a la hora de la verdad, nadie parece haber encizañado nuestro mundo. Nadie parece haber ensuciado de malos pensamientos, dudas y conspiraciones el trigal de nuestra tierra. Nadie se da por aludido en sus palabras; nadie es consciente de haber emponzoñado; nadie es consciente de haber inoculado en la vida pública la incapacidad para la convivencia sin poner antes la etiqueta de validez o invalidez a los discursos.
Parece que una vez apareció así de la nada: una cizaña. Un brote pardo, en medio de los granos de oro para el pan de la alegría. Pero alguien tuvo que ser el primero. Alguien tuvo que echar a la tierra la fealdad de ese brote que rompió la armonía de lo entendido como razonable y como dentro del sentido común.
Alguien tuvo que plantar la primera semilla de amargura; la primera raíz de la mentira en el tallo deforme de una media verdad. Alguien tuvo que introducir en las palabras de la experiencia una confusión tal que ellas mismas ya no pudieran comprenderse y necesitaran a todo un ejército de intérpretes, de traductores, de expertos y asesores que supieran poner el énfasis adecuado, la entonación, el contexto, la finalidad de los sentidos, además de dar por hecho que todos somos algo tontos y algo olvidadizos.
Los discípulos a los que, en el fondo, les pasaba lo mismo y eran un poco como cada uno de nosotros, se acercaron a Jesús en busca de una explicación a toda esta cizaña: «Acláranos la parábola de la cizaña en el campo», dijeron para, después, quedarse igual...pero Él les contestó de todas formas:
«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga»
Y oír, oyeron como nosotros, dentro del espacio de silencio que cada palabra de Cristo dejaba en el aire palestino. Y luego siguieron adelante, mientras otros se dedicaron a encizañar y a decirse a sí mismos que hacían lo correcto, y que cumplían con todas las normas de producción y envasado de su aburrido vivir.
Por nuestra parte, y siguiendo los consejos del mismo Cristo, que no es un cualquiera, dejaremos a los segadores celestes el trabajo de afilar sus largas guadañas, ya que el nuestro es admirar a las pequeñas amapolas danzantes entre el viento y los cardos, y soportar este calor agosteño que separa a los amores entre la costa y la aburrida capital.

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