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04 de mayo de 2024

Anunciación, de Fray Angélico

Anunciación, de Fray Angélico

La Anunciación, la presencia del Dios que ha querido ser amigo de los hombres

Según Gaudium et spes, «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre»

Cuando todavía tenemos recientes en nuestra retina las imágenes de la bendición del fuego, primer rito con el que se da inicio a la madre de todas las vigilias, la liturgia de la Iglesia nos presenta, trasladada, la solemnidad de la Anunciación del Señor, que fue la chispa inicial con la que comenzó la historia de amistad que Dios quiso entablar con el hombre y que conocemos con el nombre de cristianismo.

La sombra y la luz

Del mismo modo que no entendemos la obra pictórica de Caravaggio o de nuestros Velázquez y Sorolla, sin el juego genial que realizan con la luz; tampoco podemos entender el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios sino es recurriendo a las experiencias cotidianas, y al mismo tiempo sublimes, que conforman nuestra existencia humana. De entre esas vivencias, la del miedo infantil ante la oscuridad, ante lo desconocido, es una de las más elocuentes. De forma casi instintiva buscamos la luz, somos dados a luz por nuestra madre, y deseamos, de modo más o menos racional, ser iluminados por las relaciones que nos conforman y sustentan, esas sin las cuales no nos entenderíamos ni podríamos decir a alguien que quisiera saber de nosotros quiénes somos. Lo otro, las tinieblas, las sombras y las oscuridades, nos atemorizan y huimos de ellas, no es el Reino que se nos ha preparado y, conscientes o no, lo intuimos y nos pasamos la vida buscando una luminosidad nueva y distinta que explique y nos explique lo que aún permanece en penumbra.
Anunciación, de Bartolomé Esteban Murillo

Anunciación, de Bartolomé Esteban Murillo

Dios presente

San Juan, en su prólogo, nos habla de la Luz que vino al mundo (Juan 1, 1-18). Una luz que no se gasta y cuyos destellos no ciegan, una luz pues, a la que calificamos, de la mano del cuarto evangelista, de verdadera. El Dios humanado en Jesucristo es esa luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Este mundo nuestro donde no hace falta enumerar la lista de sombras que nos amenazan y que, en el fondo, quieren encerrarnos en la esclavitud y en la claustrofobia de nuestra cultura que no sale de sí misma y que corre el riesgo de hundirse en el pozo oscuro y negro del egoísmo.
El Concilio Vaticano II, recogiendo el depósito secular de la fe, afirma en uno de sus números más comentado que «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.» (Gaudium et spes 22).
La cercanía que Dios nos ofrece en Jesús es sorprendente y se mantiene en la Historia de la humanidad como un reto permanente y cariñoso a cada hombre y a cada mujer (¡la provocación que puede llevar a la fe!), pues en el seno discreto y humilde de María, una muchacha en Nazaret, la luz ha brillado, la omnipotencia frágil de Dios que, como el del pábilo vacilante de Miqueas, se arriesga a asumir lo que no era para llevarnos a vivir con Él algo distinto, desconcertante y prometedor: una vida de hijos, una vida llena de la luz que brota de la confianza pues sabemos quiénes somos y lo que valemos. Nueva luz, nuevo nacimiento, nueva vida.
No desperdiciemos, en el contexto de esta Pascua, la oportunidad de dejarnos iluminar por Aquel que, enviado por el Padre y ungido por el Espíritu, quiso hacerse uno de los nuestros. San Ireneo decía que «nosotros no podíamos, en efecto, aprender las cosas de Dios mientras que nuestro Maestro, sin dejar de ser el Logos, no se hiciese hombre» (Adv. haer. V, 1,1 en SC 253, 16-18). Ahora sí podemos aprenderlas porque la fiesta de la Anunciación es, ante todo, celebrar el hecho de que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1, 14). Tomó carne de la Virgen María. Su «sí», el de María, sostiene el nuestro y el de toda la Iglesia, de la que es figura pues «es miembro muy eminente y del todo singular [de la Iglesia]» (Lumen gentium 53). Su sí luminoso contrarrestó y frenó, para siempre, los noes oscuros que a lo largo del tiempo han sido y serán. Frente a ellos se situará consoladora la figura impactante y serena de la Mujer del Apocalipsis que pisa la cabeza de la serpiente con la libertad agraciada de la que es amada y nos educa para vivir amando.
Mañana de Pascua, de Caspar David Friedrich

Mañana de Pascua, de Caspar David FriedrichMuseo Nacional Thyssen- Bornemisza

Amor desbordante

Hemos hablado de una chispa inicial, la que desde toda la eternidad residía en el seno de la Trinidad y que, con la Encarnación, se prendió. «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» (Lucas 12, 49), son palabras con las que Jesús quiere hacerse comprender por los suyos y que han permanecido como alimento para nosotros. Son expresión de su amor ardiente, incontenible y desbordante por los hombres. Si no ha tenido reparos en acercarse a nosotros de este modo, dejémonos encontrar y amar por Él que nos ha querido llamar, con toda la hondura que este concepto encierra, amigos.
  • Luis Eduardo Morona Alguacil es Vicario de evangelización en la Diócesis de Alcalá de Henares
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