El derecho al hijo
El núcleo de la cuestión planteada por el Gobierno no es otro que la pretensión de eliminar la actual concepción del aborto como delito con supuestos despenalizados, para configurarlo como un derecho constitucional de la mujer
La actualidad política de los últimos días ha vuelto a poner el foco en el tema del aborto. Lamentablemente, no ha traído consigo un debate ético, ni siquiera jurídico, sobre la interrupción voluntaria del embarazo. Se ha quedado, como suele ser habitual, en meras cuestiones periféricas que, quizá intencionadamente, entretienen las posturas con aspectos secundarios: desde la negativa de Isabel Díaz Ayuso a elaborar listas de médicos «objetores» con estas prácticas en la Comunidad de Madrid, a las actuales dificultades de aritmética parlamentaria para lograr la aprobación de una reforma constitucional que cambie la vigente configuración jurídica del aborto en España.
Ahondando bajo la superficie de la polémica, parece claro que el núcleo de la cuestión no es otro que la pretensión de eliminar la actual concepción del aborto como delito con supuestos despenalizados, para configurarlo como un derecho constitucional de la mujer. Ya sea como proyección del derecho a la vida y a la integridad física y moral del art.15 de la Constitución o, según la última propuesta del ejecutivo, integrado en el mandato de protección de la salud a cargo de los poderes públicos previsto en el art. 43 de la Norma Fundamental.
Con esta iniciativa, destinada más a la polarización que a la pura actividad legislativa, persevera el Gobierno en una deriva que consiste en proponer y, en su caso, aprobar leyes que bajo el amparo del pluralismo ideológico y de una progresía hueca, regulan cuestiones fundamentales de la persona, la vida y la familia, huérfanas de valores y referencias éticas en aras de un individualismo extremo, propio por demás de la sociedad líquida y de la cultura del descarte en la que vivimos. Una sociedad y una política que consagra como valor supremo de la convivencia democrática el pseudo-ideal moral de la «autenticidad a medida», entendida como parámetro con el que cada persona, de manera subjetiva y singular, configura su propia identidad y, en consecuencia, su concepto de dignidad. Todo aquello que cada individuo considere que forma parte esencial de su ser identitario y auténtico, en este caso, su no-ser madre, tiene que ser reconocido necesariamente por un Estado que en materia de bioética (bioderecho) eleva la autodeterminación a la categoría de norma social imperativa. Este sería, en la denominada política del reconocimiento (C. Taylor), el papel fundamental de la Ley: remover los obstáculos para que cada individuo pueda optar en su vida por lo que considera «bueno» o «deseable» en cada momento, sin que ningún valor superior moral, ético, ni siquiera legal, coarte o limite su elección.
El psicólogo alemán M. Kettner acuñó a principios del siglo XXI el concepto de «medicina del deseo». Con él designaba una visión de la medicina que, más allá de la curación de las enfermedades, centra su propósito en la satisfacción de los deseos individuales de los pacientes sobre su cuerpo, su apariencia… incluso cuando no hay enfermedad o patología en sentido clásico, sino un mero anhelo personal de alcanzar tanto bienestar y felicidad cuanto sea posible procurar científicamente.
Sobre esta base antropológica se han configurado en las últimas décadas los así llamados derechos reproductivos en leyes que, amparando y reconociendo como derecho/deseo la aspiración de determinados sujetos –parejas, mujeres, e incluso hombres solos– de convertirse en padres, garantizan el acceso universal a tratamientos médicos que produzcan el resultado (léase, hijo) deseado. Tal fue la base sobre la que se elaboró la Ley de Técnicas de Reproducción Asistida en 2006, y es el argumento con el que muchos de sus partidarios defienden hoy la legalidad de la maternidad subrogada como vía de lograr una paternidad en parejas, muchas de ellas homosexuales, biológicamente impedidas para ello. Surge, inquietante, la reivindicación del «derecho al hijo» como parte integrante de la libertad con la que cada persona puede decidir su proyecto vital.
Aunque resulte paradójico, el concepto de deseo igual a derecho se encuentra también en la base de las leyes reguladoras de la interrupción voluntaria del embarazo. El deseo de la mujer, en este caso, de no convertirse en madre, de interrumpir el proceso biológico ya iniciado que conduce a su maternidad, se convierte en derecho, disponible por su titular, y ejercitable con la garantía y protección de los poderes públicos. La procreación –en su contenido positivo y negativo– como derecho subjetivo, amparado en un margen de autonomía/autodeterminación como elemento determinante de la dignidad humana de la mujer, que se «pierde» o se «gana» en función de cuál sea su deseo: si tener un hijo por procedimientos asistidos o si destruir su maternidad, atentando contra la vida de otro sujeto de derechos, aquí ignorados.
Certero como siempre Miguel Delibes en su conocida tercera de ABC titulada «Aborto y progresismo»: la náusea que provoca la violencia contra la vida, indefensa, aunque se revista de derecho.
Leonor Aguilar Ruiz es profesora de Derecho civil en la Universidad CEU Fernando III