Sinfonías de octubre
La montería es una obra de arte ejecutada por profanos. No es casual que la montería española haya sido declarada Bien de Interés Cultural Inmaterial en Andalucía y Extremadura: es seña de identidad y raigambre de esta piel de toro que sembró historia y cultura más allá del mar, bajo un sol que nunca se ponía
Puesta de sol en el campo
«El otoño devuelve a la tierra las hojas que ella le prestó en verano. Dos sonidos del otoño son inconfundibles… el susurro apresurado de las quebradizas hojas arrastradas por un viento racheado y el parloteo de una bandada de grullas en su viaje de vuelta.»
I. Obertura en ocre y púrpura
Los montes, a medio vestir, prosiguen la mudanza de los cálidos tonos estivales a disolutos púrpuras y dorados. Los suelos se cubren de una orgía cromática de hojas vencidas; el aire trae un frescor distinto; las tardes se acortan y las noches, cada vez más frías, despiertan la epifanía musical del otoño: motetes, oratorios y cantatas que se elevan entre arces encendidos y cornicabras enrojecidas, entre serbales cargados de frutos y majuelos que atraen al zorzal temprano.
En medio de este decorado vegetal irrumpe el estruendo de un clamor bronco y desgarrado, que sacude valles y congostos que comienzan a recoger las primeras lluvias, como aquellas antiguas trompas de caza que en otros tiempos convocaban monterías y batidas, y que en países centroeuropeos aún se utilizan, resonando hoy en cada garganta cervuna. Es el epílogo del celo del ciervo, cuando los bramidos se van apagando, al tiempo que en los encinares y alcornocales comienza a escucharse la ronca del gamo, grave, áspera y breve, solapándose en un contrapunto singular. Así se completa la orquesta del monte, donde cada especie toma su tiempo en la partitura común del otoño.
En medio de este escenario, cuando los bramidos se extinguen y la ronca se adueña del monte, el hombre también busca su sitio. Y lo hace como siempre lo hizo: respondiendo al pulso de la naturaleza con su propia música. Allí comienzan los movimientos de la caza, tan antiguos como el monte mismo.
Amanecer en el campo
II. Intermezzo del cazador
La partitura admite distintas ejecuciones. Si la berrea y la ronca marcan los compases biológicos de los amoríos montunos, la caza es la respuesta humana a esos compases salvajes, uniendo el pulso del hombre al de la sierra. Rececho y montería son sus dos ejecuciones posibles: el primero, como un solo estremecedor que se eleva en silencio; la segunda, como un oratorio coral, con la fuerza de una estrofa que se alza al cielo como una plegaria.
El rececho es austero y recoleto. Cobra sentido en la primera hora, cuando la niebla aún cubre vaguadas y praderas. El cazador avanza despacio, midiendo cada paso, cada soplo de aire, cada nota entre la brisa. Se abre camino entre jaras perladas de rocío, atento al aire y al terreno, dejando que cada huella le guíe como si fuese una nota escrita en la partitura secreta del campo. El monte entero parece sostener una nota continua, apenas perceptible, sobre la que se dibuja la melodía del encuentro: el bramido que rompe la distancia, el crujido de una rama, el fugaz destello de una cuerna. Todo depende de la paciencia y del esfuerzo personal; la soledad es la única compañera, y el cazador se convierte en intérprete único, como el violín solista que acaricia el aire pellizcando las cuerdas.
La montería, en cambio, es coral. No hay soledad posible cuando la jornada reúne perreros, rehalas, muleros, postores y secretarios. Cada cual cumple su papel y el conjunto se ordena en una arquitectura común. Los perros ponen la percusión con sus ladras; los perreros responden como voces solistas; los monteros esperan su turno en el pentagrama de los puestos; las caracolas anuncian, como clarines de guerra, lo que ha de venir. El resultado es una polifonía vibrante, un gran oratorio donde la emoción no está en el detalle, sino en la suma de todos los oficios.
Como en El otoño de Vivaldi, el primero de sus tiempos es alegre y bullicioso, como la fiesta coral de la montería; el segundo, un adagio que se aquieta y se recoge, como un rececho en la niebla; y el tercero, un allegro poderoso que estalla con la fuerza de los bramidos, de roncas y berridos, bajo la batuta del maestro Otoño.
III. Finale en clave de rehala
La montería es una obra de arte ejecutada por profanos. No es casual que la montería española haya sido declarada Bien de Interés Cultural Inmaterial en Andalucía y Extremadura: es seña de identidad y raigambre de esta piel de toro que sembró historia y cultura más allá del mar, bajo un sol que nunca se ponía. Arraigada en sólidas convicciones cristianas, modeló una forma de vivir y de cazar, donde lo sagrado y lo venatorio caminaron siempre de la mano, desde la oración al alba hasta la muda plegaria en la postura.
Rehala de perros monteando
Desde los primeros tratados hasta el Reglamento de Montería del Conde de Torres Cabrera, en 1876, siempre existió un nexo inequívoco entre lo sagrado y lo venatorio, recogido en su artículo 46, «El rezo antes del Ojeo»: «Se establece como norma que el director de campo anunciará el Avemaría, que todos los monteros y dependientes rezarán a caballo y con la cabeza descubierta». Aquella disposición no hacía sino poner por escrito una costumbre inmemorial: la oración al patrón o a la Virgen del lugar antes de partir al monte.
Echo de menos que esa norma no se recogiera en la reedición del Manifiesto de la Montería, porque en ella late parte de su esencia. Es más: si por mí fuera, añadiría que, «en un solo estruendo resonaran al unísono, como preludio, vibrantes salves a España y al Rey, que anuncien en umbrías y solanas que un español bien nacido se dispone a montear».
Mientras, al calor del hogar, esperan las setas recién cogidas, los níscalos guisados con ajos, el puchero que convoca a todos en torno a la mesa. Allí se exagerarán carreras, se repasan los lances y se alarga la tertulia entre vino recio y el cadencioso crepitar de la lumbre.
Una arcaica melodía que se repite cada otoño y aún hoy late en montes y sierras, entonada por los hombres y las bestias que las habitan.
- Laureano de Las Cuevas Álvarez es consultor ambiental