Pelonas de diciembre
Es un mes en apariencia anodino, pero que muestra más que ningún otro a quien sabe donde mirar
Árbol desnudo con nieve
Diciembre cruje bajo las botas como la rebanada de pan con aceite que junto a la humeante taza de café negro, empaña el cristal tras el que nos observa, desafiante, la pelona que arroja las primeras luces del alba. Un último sorbo nos devuelve a la realidad antes de enfrentar el filo de miles de puñales helados que emergen del acerado suelo. Ya enfundados en una insípida, pero cálida, ropa técnica que con su triple membrana de «climalit, poliespán y magaluf» dota a la prenda de inusitadas cualidades ergonómicas; ¡Ergo, espantosas! Uno no puede evitar recordar con nostalgia aquellos discretos y encerados chaquetones que reposan en algún rincón del trastero; esos que si te quedabas quieto más de cinco minutos, se ponían más tiesos que el asta de la bandera. Ellos y tú. Tieso, sí, pero henchido de británica elegancia.
Diciembre es un mes cadencioso, tímido y recoleto, donde plantas y animales se preparan para su retiro invernal. Un mes en apariencia anodino, pero que muestra más que ningún otro mes a quien sabe donde mirar.
Lo que durante meses fue un decorado barroco se reduce ahora al escorzo de unas suaves líneas
Con la vegetación en retirada y el monte reducido a su armazón esencial, el campo se desnuda como en ninguna otra época del año. Los hielos tensan la hierba y endurecen los caminos; los charcos se vuelven frágiles láminas donde el cielo se asoma, y la primera luz hace crujir cada pisada como si resumiera la noche entera. Cuando la humedad se alía con el frío, las cencelladas blanquean zarzas, alambradas y juncos sin nívea necesidad: la niebla helada se posa en los bordes del paisaje, dibujando contornos que el verano oculta.
Los muros reaparecen, los arroyos recobran su trazado, los árboles exhiben la arquitectura desnuda de sus ramas. Lo que durante meses fue un decorado barroco se reduce ahora al escorzo de unas suaves líneas: linderos, vaguadas, cambios de pendiente, trochas y querencias. El trabajo físico disminuye; el músculo descansa, la vista se afina.
Corzo enmontado
Por Santa Lucía el milagro de la luz reaparece de la mano del solsticio de invierno, y aunque exista un pequeño desajuste de fechas tras la reforma del calendario juliano en 1582 «que desplazó el solsticio del 13 al 21-22 de diciembre, pero mantuvo intacta la festividad de la santa» el refranero conserva su vigencia: «Por Santa Lucía se acorta la noche y alarga el día». En puridad, en los días previos y posteriores al solsticio el alargamiento del día es casi imperceptible, pero es justamente entonces cuando, como recuerda la tradición, se da «la más larga noche y el más corto día».
La luz llega antes a los ribazos, la escarcha brilla con un ángulo distinto y los perfiles del terreno recuperan definición
La relación entre luz y calendario es tan antigua como la agricultura misma. Para las viejas culturas, el solsticio marcaba el inicio de un ciclo nuevo y más propicio. Stonehenge, alineado con la puesta del sol del solsticio de invierno, da testimonio de esa obsesión neolítica por fijar en piedra el punto exacto donde el año tocaba fondo. En Irlanda, la cámara de Newgrange se ilumina únicamente ese día, y en Egipto la salida heliaca de Sirio marcaba el comienzo del ciclo anual del Nilo. En la antigua Roma, las Saturnales celebraban también ese retorno simbólico de la luz.
En las noches del solsticio, cuando el día se agota y la oscuridad reina más que nunca, el cielo invernal se ordena alrededor de una figura que domina desde la misma creación: Orión el Cazador. Sus tres estrellas del cinturón «Alnitak, Alnilam y Mintaka» sirven de guía para trazar la línea que conduce a Sirio, la estrella más brillante. A su lado, refulgen las Pléyades, marcando el ritmo del invierno agrícola a civilizaciones enteras. No es casual que el cazador reine precisamente aquí: Orión, compañero de Artemisa, diosa de la caza y de la luz salvaje que protege los ciclos naturales.
Corzo al amanecer sobre la escarcha
Ese avance mínimo «apenas un hilo de claridad» basta para que el paisaje acuse el cambio. La luz llega antes a los ribazos, la escarcha brilla con un ángulo distinto y los perfiles del terreno recuperan definición. No es que todo se transforme: es que la noche afloja por primera vez desde septiembre. La claridad vuelve a insinuarse, y eso el campo lo registra mejor que los relojes.
También la fauna responde. Por escasa que parezca, la variación del fotoperiodo ajusta los ritmos diarios de reptiles, aves y mamíferos. Diciembre, con sus minutos ganados, mueve mecanismos que no dependen del frío, sino de la cantidad exacta de claridad.
El monte ya no engaña. La ausencia de hoja elimina escondites y obliga a las especies menores, «conejos, zorros, alguna perdiz rezagada,» a moverse en un escenario mucho más expuesto. No hay más vida que en agosto: hay menos cobertura.
Al borde del invierno, el cervuno modifica su hábitat: deja laderas abiertas, buscando solanas, hoyas y barrancas que resguarden del viento, eligiendo zonas de campeo que exijan el menor coste energético.
La actividad diaria se reduce por efecto combinado de luz y temperatura; el movimiento se concentra en franjas muy breves. Los predadores afinan su presencia crepuscular. Liebres y conejos se mueven poco arrimándose a solanas y márgenes. La perdiz aguanta más en el suelo, y el corzo acorta desplazamientos buscando abrigo.
La caza, en este mes, es cuestión de precisión: dónde resguarda la pieza, qué querencia mantiene el frío, qué barranco guarda humedad suficiente para permitir un movimiento, qué ladera ofrece la única solana del día.
Volvamos la vista al cielo, a esa estrella que señala el rumbo a tomar por tres hombres sabios. No sé, «ni me importa», si aquello ocurrió en marzo o en diciembre, si fue un Papa astuto, la adaptación de viejas costumbres o el propio tránsito de la luz, lo que fijó la fecha. Pues hay algo que aún permanece: la necesidad humana de marcar el instante en que la luz se impone a la oscuridad.
Una antigua fiesta romana azuza mi imaginación. Además de las Saturnales, los romanos celebraban cada 25 de diciembre «el nacimiento del Sol invicto o no conquistado» (Natalis Solis Invicti). ¡Qué maravillosa metáfora!
¿Casualidad? No lo creo.
- Laureano de Las Cuevas Álvarez es vicepresidente del Real Club de Monteros