
Max estrena el 17 de febrero la tercera temporada de The White Lotus
Series
'The White Lotus': un paraíso tailandés con vistas… a la miseria moral
El resort, con su bucólica envoltura, actuando una vez más como irónico comentario de la devastación interior, de la soledad perpetua
Los fastuosos resorts de White Lotus parten de una premisa: hay overbooking de gilipollas entre sus huéspedes. Con este planteamiento tan deliciosamente despiadado arranca cada nueva entrega de esta serie-antología que traslada la acción, temporada tras temporada, a un nuevo hotel de lujo con su correspondiente tropa de poderosos y lacayos, como si el idealismo aspiracional de la mítica Vacaciones en el mar se polinizara con el retintín cáustico de Succession.
Como cada año, la fórmula se mantiene inalterable en su esqueleto narrativo: una introducción que acude de manera ritual al flash-forward para anticiparnos el inevitable suceso luctuoso en el que desemboca una paradisíaca semana de lujo asiático. Esta certeza trágica hace que los seis o siete episodios que componen cada temporada añadan al retrato social teñido de cinismo un punzante aroma de inevitabilidad. Como si los dioses se empeñaran en impartir justicia poética en el sabroso reparto coral que disfruta de masajes en primera línea de playa, cócteles sofisticados e indiferencia ante quienes sacaron cruz al tirar la moneda del destino.

Patrick Schwarzenegger, en la tercera temporada de The White Lotus
La primera entrega, ubicada en un imponente enclave de Hawái, brillaba por su descarada mala leche: el contraste entre la luminosidad de la isla y la oscuridad de la mezquindad humana alimentaba esa sensación de incomodidad, de risa helada ante el precipicio de la hipocresía. El primer The White Lotus pegó la campanada con un relato efectivo, una sátira social unas veces mordaz y otras demasiado predecible en su discurso ideológico, y con un elenco memorable. A la audiencia se le quedó grabado el personaje de Armond, aquel manager estresado y multitasking. Su habilidad para sonreír con aparente servilismo mientras destilaba un ácido resentimiento —y no pocos excesos en la trastienda— convirtió a su intérprete, Murray Bartlett, en uno de los grandes hallazgos de la franquicia hotelera, al equilibrar la vis cómica con una desesperación frenética.
Llegó la segunda temporada y, con ella, el despliegue de la elegante decadencia siciliana, con sus villas, sus palacios y sus raviolis. Mike White, creador de la serie, optó por resetear el relato –solo repetía la excéntrica y emocionalmente frágil ricachona que interpretaba Jennifer Coolidge– para coquetear sin disimulo con el melodrama: infidelidades, adicciones, enredos familiares, pasiones desbordadas en medio de ruinas clásicas y un cierto aire operístico al que, en ocasiones, se le iba la mano hacia lo caricaturesco.
No en vano ahí aguarda el mayor riesgo de la sátira: estirar la cuerda hasta romperla. A pesar de un nuevo plantel actoral de primera, la novedad geográfica no fue suficiente para sorprender por sí misma y el esquema repetitivo hizo asomar ciertas costuras. Aun así, la segunda tanda exhibe momentos brillantes —incluso metafílmicos, como esa visita a los escenarios de El Padrino—, pero deja un sabor algo agridulce, como si el oropel barroco italiano no fuera suficiente para reactivar la potencia de la primera entrega.

Ahora, con la tercera temporada recién estrenada, la serie se traslada a un escenario donde la frondosidad de la naturaleza también juega un papel metafórico. Entre bambúes, monos y templos, la idea de lo exótico cobra una nueva dimensión, más mística, más espiritual; el budismo y los chakras afloran, Namasté.
El choque cultural se multiplica simbólicamente con el jet lag, la desconexión digital y el huso horario a desmano, hasta el punto de que una familia parece descomponerse —moral y financieramente— ante la ausencia de wifi mientras América duerme. Además, entre las novedades narrativas más prometedoras están un personaje de apariencia siniestra (interpretado por el siempre magnético Walton Goggins), que abre la puerta a intrigas hasta ahora inéditas en la antología, y un trío de cuarentonas, amigas de toda la vida, que disimulan tras selfis y champán un proceso de despedazamiento emocional. El resort, con su bucólica envoltura, actuando una vez más como irónico comentario de la devastación interior, de la soledad perpetua.
El gran acierto de la serie, pues, radica en su capacidad para equilibrar la opulencia placentera y el viaje visual —reflejado en la exuberancia paisajística— con la progresiva caída libre de los personajes. Esa tensión entre el glamour y la bajeza moral marca la identidad de The White Lotus: por muy maravilloso que resulte el entorno, siempre habrá cadáveres en el armario… o directamente flotando en el mar que baña la suite presidencial. Con los tres episodios enviados a los críticos, parece que The White Lotus sigue siendo, ante todo, un circo humano, una hoguera de vanidades donde se chamuscan las miserias íntimas de quienes aflojan 1500 euros por noche. Y aunque se intuye cierto desgaste —al fin y al cabo, el factor novedad ya no rige tras dos exitosas ediciones—, la serie de Mike White mantiene el atractivo para un público deseoso de nuevos escenarios y pecados de salón.
Porque, una vez más, la serie demuestra que no hay boato capaz de eclipsar las flaquezas humanas. Esta vez, el paraíso tailandés se alza como un nuevo mirador que, lejos de purificar, revela sin pudor la miseria moral que anida tras los muros más ostentosos.