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14 de mayo de 2024

Fernando Bonete Vizcaino
Fernando Bonete Vizcaino

Churchill duerme como un niño

Parece que fue gracias a las siestas que Churchill durmió durante toda la Segunda Guerra Mundial que fue capaz de rendir y liderar como lo hizo

Actualizada 19:08

Winston Churchill en 1946

Winston Churchill en 1946

Septiembre de 1939. Polonia cae en poco más de un mes en manos alemanas y soviéticas –entraron desde y hacia el oeste para encontrarse en la Brest-Litovsk donde antaño firmaran los bolcheviques y el káiser–. La blitzkrieg lo llamaron muchos después –y muy pocos por entonces–. La «guerra relámpago», a la que Gran Bretaña y Francia contestaron con la drôle de guerre –la «guerra de broma»– lanzando panfletos a los alemanes para llamarles al orden –repasar la historia desde el presente tiene estas diversiones–.
Mientras tanto, Winston Churchill dormía la siesta. Una hora. Una hora mínimo. Es decir, la siesta que se duermen los padres en fin de semana y los abuelos todos los días. Pero en la cama y en pijama. Una señora siesta británica.
Y vio Dios que era bueno. Parece que fue gracias a esas siestas que Churchill tomó costumbre de dormir en la Gran Guerra, y que reeditó durante toda la Segunda Guerra Mundial, que fue capaz de rendir lo que rindió: «Siempre me acostaba por lo menos una hora, lo más temprano posible, a primeras horas de la tarde, y aprovechaba al máximo mi afortunada capacidad para caer casi de inmediato en un profundo sueño. De este modo conseguía hacer en un día el trabajo de un día y medio. La naturaleza no dotó al hombre de la capacidad para trabajar desde las ocho de la mañana hasta medianoche sin el descanso que brinda la bendita inconsciencia que, por más que sólo dure veinte minutos, basta para renovar todas nuestras fuerzas vitales. Lamentaba tener que dormir la siesta, como si fuera un niño, pero lo compensaba porque era capaz de trabajar por la noche hasta las dos de la mañana, o a veces hasta más tarde, y comenzar la jornada siguiente entre las ocho y las nueve».
El Viejo León tenía facilidad para caer dormido. Ni en los momentos más duros de la guerra probó el insomnio –«aunque el cañoneo de pequeños ataques aéreos hacía que me revolviera de vez en cuando»–. Es cuanto menos anecdótico que muchos acontecimientos de relevancia sean juzgados por Churchill en función de la calidad de su descanso. En sus memorias bélicas La Segunda Guerra Mundial (1948), de las que proceden los pasajes citados anteriormente y por las que, entre otras obras históricas le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 1953, he contado un total de 48 pasajes en los que se refiere a cómo y dónde dormía, y no pocos de ellos sirven de colofón a momentos de gran importancia histórica. Cuando Estados Unidos entró por fin en la guerra: «me fui a la cama a dormir, agradecido, el sueño de los justos». Tras el final feliz de su complicado encuentro con Stalin: «dormí profundamente durante muchas horas». Cuando fue elegido primer ministro: «dormí profundamente, sin necesidad de sueños alentadores. Después de todo, los hechos son mejores que los sueños».
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