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06 de mayo de 2024

José Jiménez Lozano, el escritor de "El mudejarillo", en su casa de Alcazarén en 2017

José Jiménez Lozano, el escritor de «El mudejarillo», en su casa de Alcazarén en 2017EFE

Páginas inspiradas | José Jiménez Lozano: 'Nosotros, los ateos'

Un cristiano debe amar ante todo la verdad y jugar siempre a cartas descubiertas

Su buen amigo Miguel Delibes describía así a José Jiménez Lozano: «Es un cristiano». «Cristianos somos todos» decían los que recibían tal respuesta, y el añadía: «Pero él, consecuente». Delibes añadía que llamaba la atención precisamente en su generación educados en el preconcilio y madurados en el posconcilio. Le parecía admirable el caso de Lozano: fe profunda y fundada. Todo lo contrario de la fe del carbonero.
A finales de los años 60, Jiménez Lozano firma una columna semanal en El Norte de Castilla para dar cuenta de «los problemas religiosos del momento y mantener en todo caso una conciencia cristiana, rebelde de a toda mixtificación».
Las columnas fueron editadas posteriormente por Sígueme en un volumen titulado Un cristiano en rebeldía. En su prólogo el autor expone el objeto de tal edición: «Un cristiano debe amar ante todo la verdad y jugar siempre a cartas descubiertas, ser leal en su obediencia a la Iglesia y leal con los demás hombres y sus problemas o esperanzas, sin hurtar el cuerpo a ningún riesgo. Por eso no puede callarse nunca. (…) No me queda sino advertir al lector que si estos trabajos sirvieran, como parece que han servido ya para un círculo de lectores de periódico, para sembrar o aumentar la inquietud por las cuestiones religiosas y humanas de nuestra hora en el un tanto amodorrado panorama del catolicismo español, me daría por muy satisfecho».
Prueba de ello es este extracto titulado Nosotros, los ateos:
Por lo visto a Radio Moscú se le ocurrió hacer en la última Navidad el siguiente comentario: «El pueblo soviético no necesita el cuento del Evangelio acerca de un Jesucristo inexistente. El pueblo soviético no espera la gracia de Dios. Edifica él mismo su vida guiado por la doctrina marxista-leninista sobre el desarrollo de la sociedad y no por un cuento de hadas sobre Dios.» Bien, un poco demasiado ingenuo para la altura a que se encuentra la humanidad, eso de asegurar así como así que Cristo no existe y que esas cosas de Dios son un cuento de hadas. Recuerdo aquello de Charles Péguy de que si la existencia de Dios exige una teología, asegurar que no existe exige otra teología bastante más complicada. Recuerdo todos los informes, como el reciente de Giorgio La Pira que nos dicen que, a pesar de la falta de libertad religiosa y de las clases del ateísmo, la fe cristiana sigue, como no podía ser menos, intacta allá abajo en Rusia. Recuerdo, en fin, también aquella otra página del mismo Péguy en que habla de que la gracia de Dios es terca y si se la pone en la puerta de la calle, vuelve a entrar por la ventana. De modo que como no hay sistemas de radar para controlarla, ni puede ser parada con cañones y tanques, el ilustre tonto que escribió la nota para Radio Moscú debiera no estar tan seguro de que el pueblo soviético no espera la gracia de Dios.
Pero los ilustres tontos del lado de acá se han rasgado las vestiduras ante esa nota sin importancia de una emisora de un estado oficialmente ateo. Como si a estos hipócritas les importara un comino Dios, como si no hubiese un llamado cristianismo tan dulce, cómodo y lleno de buenas digestiones que tampoco espera la gracia de Dios, y si no sigue la doctrina marxista-leninista es porque no le conviene, pero sigue otras no menos anticristianas. Como si todos nosotros, a excepción de los santos, no esperásemos en la vida otras cosas que la gracia de Dios.
He pensado en lo bonito que era ser ateo hace medio siglo más o menos, cuando los ilustres de Europa andaban diciendo por ahí que ellos lo eran. He pensado en lo bonito que es ser ateo todavía para las personas cultas, cuando un prestigioso literato francés llega hace poco a un aeropuerto alemán y a la pregunta de un periodista: «¿Tiene usted algo que declarar?», responde lo que viene diciendo en todos sus libros: «Señores, Dios no existe», y se queda tan contento y come tan a gusto. He pensado en la distinción que da ser ateo cuando en la Iglesia de Dios hay necesariamente tanta mediocridad, tanto mal gusto, tanta vulgaridad.
He pensado en lo cómodo que es ser ateo, despreocupándose del problema de Dios y yendo, por si acaso, a misa los domingos. He pensado en lo fácil que es ser ateo, llamándonos cristianos a grandes voces pero guardando los mismos puntos de vista que el ateo sobre todos los asuntos de este mundo: el dinero, el amor, la felicidad o el sufrimiento y llevando una vida que no deja ver a Dios tras ella. ¿Dónde está, pues, ese Dios en que decimos que creemos? ¿Esperamos en verdad la gracia de Dios o esperamos más bien sacar a esta vida todo el jugo posible?
Pero, ¿por qué no puede servirnos la pobre bravata de Radio Moscú, para plantearnos nuestra propia situación en vez de escandalizarnos, a lo mejor hipócritamente, de su ateísmo? Dios habla siempre por boca de los acontecimientos y no sería la primera vez que hablara por boca de un ateo contra la hipocresía de sus fieles. En una novela de Graham Greene: El fin de la aventura, la protagonista descubre a Dios en unas clases de ateísmo, y si nosotros descubrimos en aquellas palabras de la emisora rusa que todavía no somos apenas cristianos, ¿cómo evitarían todas las potencias de este mundo que la gracia de Dios nos venga por las antenas de una radio que le niega? Y ¿no es maravilloso llamar a todo lo de Dios un cuento de hadas? Porque todo lo difícil de ser cristiano está en que se nos pide que amemos a un ser cuyo rostro no vemos y cuya voz no hemos oído, cuyo amor es una cruz. Ahora nos parece un cuento de hadas. Cuando muramos y le veamos cara a cara, seguirá pareciéndonos un cuento de hadas. Nos parecerá increíble que nos quiera tanto, nos cuide tanto.
Porque somos como ateos y no esperamos siquiera su gracia. Pero su gracia está entre nosotros y se mete cada día en nuestra casa a pesar del pecado, a pesar de nuestro egoísmo y nuestra estupidez. A poco que la tendamos los brazos.
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