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Fallece el líder histórico Jean-Marie Le Pen

El Debate de las Ideas

El nacional-populismo lepenista: una derecha civilizacional

Desde la Revolución Francesa la vida política francesa, y por extensión la europea, vienen marcadas por un movimiento sinistrógiro

Aunque la clasificación canónica de René Rémond sobre las tres derechas (tradicionalista, orleanista y bonapartista) conserva un indiscutible valor histórico, conviene no borrar de la memoria que el nacimiento de las culturas políticas no es el producto de la imaginación de los teóricos políticos, y menos aún de la contingencia o el azar. Las culturas políticas aparecen como respuesta a problemas fundamentales que se plantean en el seno de las sociedades y de los momentos históricos que las ven nacer, problemas a los que pretenden aportar soluciones globales, aunque rara vez lo logren. Para garantizar su duración, es necesario que no respondan a cuestiones meramente efímeras o secundarias, sino que broten espontáneamente al calor de las grandes crisis que afectan a las unidades políticas en las que nacen.

«Muchas de las grandes teorías políticas del pasado – escribe Sheldon Wolin- surgieron como respuesta a una crisis en el mundo, no en la comunidad de los teóricos». El origen de las culturas políticas, en particular de las patrióticas, conservadoras o derechistas, no es muy diferente al de las grandes teorías políticas del pasado. Su nacimiento suele responder a una reacción orgánica o inmunitaria contra las crisis, cuya amenaza supone también la oportunidad de una reordenación. Así, la gran crisis de legitimidad de la Revolución Francesa ve nacer a la cultura política tradicionalista, que es en su arranque una cultura abiertamente contrarrevolucionaria y, por tanto, reactiva.

Sin embargo, desde la Revolución, la vida política francesa, y por extensión la europea, vienen marcadas por un movimiento sinistrógiro. Es el teorema del crítico literario Albert Thibaudet: todas las nuevas fuerzas políticas nacen en la izquierda del tablero político y empujan hacia la derecha a aquellas otras que habían surgido anteriormente en esas mismas coordenadas. En suma, la izquierda de hoy es la derecha de mañana. Desde entonces, el siniestrismo ha gobernado la tendencia histórico-política, empujando al tronco liberal-revolucionario hacia la derecha y marginando cada vez más a la corriente originariamente poderosa y central de la contrarrevolución.

Operan así, como respuesta a este deslizamiento del tablero, nuevas síntesis de ocasión, como la liberal-conservadora o la liberal-democrática. Es la síntesis entre las tendencias liberales y democráticas la que da lugar precisamente a la cultura republicana francesa de los siglos XIX y XX. La cuestión social del siglo XIX, otra crisis de intensidad significativa (la intensidad, como recordaba Dalmacio Negro, es fundamental en política) dio acogida a una cultura política socialista que también se fundió, con el paso del tiempo y en sus diversas variantes, con tendencias republicanas, liberales o democráticas. En Francia, la humillación de la derrota en la guerra franco-prusiana de 1870 revitalizó por su parte a la corriente nacionalista, que se sincretizó con tendencias republicanas o monárquicas en función del contexto, pero que rechazaba en cualquier caso la idea de nación-contrato de los ilustrados y revolucionarios jacobinos en nombre de la nación como comunidad histórica y cultural. La Acción Francesa de Charles Maurras, el gran movimiento contrarrevolucionario de la Francia del siglo XX, es hija de esta síntesis nacional-monárquica que no dudó en alimentarse del positivismo de Comte sin dejar de proclamar la identidad católica de la hija primogénita de la Iglesia.

En cierta forma, las culturas políticas todavía vigentes son el resultado del criterio derivado de una selección histórica: responden al evolucionismo de los más aptos en la carrera por la supervivencia. Toda cultura política que no se adapta a los desafíos del presente y no prevé los del futuro está condenada a desaparecer por inadecuación a los problemas de la sociedad. El rechazo de esta ley de las evoluciones, de la que no escapa ni puede escapar ninguna cultura política, impone por tanto una única y dolorosa elección: el declive o la marginalidad. Es aquí donde se puede reconocer el valor del hallazgo sincrético que supuso el lepenismo, una original aleación de la rica y variada tradición de las diferentes derechas que cristaliza en una crisis histórica de identidad que acaba por determinar el carácter más sobresaliente y genuino de esta cultura política: el de una derecha civilizacional.

Thibaudet también consideraba que el siniestrismo político se contrapesaba con un movimiento compensatorio de refugio literario en los principios de la derecha. Así, la alta literatura era expresión de los valores tradicionales progresivamente olvidados en la sociedad. En las letras, afirmaba, «el dextrismo es casi tan normal, o casi tan evidente como el sinistrismo verbal del Parlamento». De un tiempo a esta parte, sin embargo, la regla de Thibaudet parece haberse invertido completamente. Hoy el movimiento es dextrógiro, pero lo característico del dextrismo contemporáneo es que se trata de un movimiento total, popular e intelectual al mismo tiempo. Lo afirma Antoine Compagnon: «El tiempo del desfase ha terminado, y la vida intelectual y literaria parece estar ahora en sintonía con la vida política, ya no se opone a ella, ya no se resiste a ella. Ambas están sincronizadas, se inclinan a la derecha, se acomodan a la derecha, confirmándose y reforzándose mutuamente». Así, el movimiento dextrógiro marca la pauta en Occidente imponiendo un realineamiento general en el tablero político. Esto libera un espacio hasta ahora inexistente para las ideas ontológicamente de derecha. Jean-Marie Le Pen puede considerarse un aventurero casi suicida en la exploración de ese territorio virgen e ignoto en cuya existencia nadie más creyó antes de él.

La clave originaria de este reajuste general puede encontrarse en una razón de tipo antropológico que conecta con los fundamentos de toda civilización. La política, piel de todo lo demás, no puede evitar ser permeada por este patrón. Simone Weil advierte allá por los años treinta del siglo pasado de que el arraigo es una de las necesidades más desconocidas del alma humana. Las ideologías todavía dominantes han olvidado completamente este dato elemental. Por recordar a Joseph de Maistre, reinciden en su vicio antropológico original: hablan a los hombres en general, pero olvidan a los franceses, italianos, alemanes o españoles. Es ahí, en esa brecha, por donde se insinúa la crisis de nuestra época. El fracaso del proyecto antropológico cosmopolita, y la guerra sin cuartel que el estatismo frío e igualitario libra contra la familia, la nación histórica y las comunidades naturales de convivencia, abre la vía a la respuesta nacional-populista que Jean-Marie Le Pen fue el primero en encarnar en Europa.

Por supuesto, el fenómeno de la inmigración masiva opera como verdadero catalizador de la reacción inmunológica nacional. Ya casi nadie podrá negar a estas alturas que la cuestión de la identidad amenazada por la inmigración extraeuropea ocupa hoy en el debate público el lugar central que Jean-Marie Le Pen tiene el valor de ser uno de los primeros en anunciar. Lo hace con un coraje que el actual primer ministro francés, François Bayrou, acaba de reconocer, consciente como es de la catadura moral de una clase política propia de una época en la que los hombres valientes se contaban y se cuentan (si es que se cuentan) con los dedos de una mano. Pero poco importa que una temática política central sea ignorada por prejuicios ideológicos, cobardía o ceguera mental. La cultura política que tiene la audacia de hacerla suya, superando anatemas ideológicos, asegura paulatinamente una posición dominante en el futuro.

El lepenismo, que se mantuvo en posición marginal por la excomunicación de sus adversarios, jugó hábilmente la baza del populismo. Porque la síntesis meramente teórica de tradiciones políticas pretéritas no es suficiente para crear una cultura política. Hace falta también una forma, un envoltorio para reunir esos contenidos. El populismo, como es sabido, es más un estilo y una actitud política que un contenido doctrinal. Desde sus comienzos políticos, Jean-Marie Le Pen cultiva ese estilo. Llega a ser el más joven diputado de la Cuarta República (ha sido también el último en morir) bajo la bandera de un movimiento populista químicamente puro, el de Pierre Poujade. Y siempre conserva, a lo largo de su carrera política, la misma actitud: «La defensa de los pequeños frente a los grandes, de los hombres sin rango, de los parias, de los excluidos y de los que sufren». Su estilo carismático, bonapartista y plebiscitario le coloca en la mejor posición para denunciar la corrupción y la «rebelión de las elites» cosmopolitas (Christopher Lasch), unas elites que se separan del pueblo (los «deplorables», según el docto y superior criterio de Hillary Clinton) y lo desprecian sin rubor alguno. Esta estigmatización de la identidad tradicional de los pueblos, guiada por las castas sacerdotales de la opinión pública, es una baza preciosa que Le Pen sabe jugar hábilmente en favor de sus opciones electorales. Es el combustible, la energía negativa de un populismo capaz de construir un relato verosímil: el del pueblo como mito movilizador frente a la corrupción de los partidos de izquierda y derecha. El de la nación contra las elites responsables de su decadencia.

Toda cultura política es deudora de un conjunto de representaciones que responde a una exigencia profunda y anterior, prepolítica y por lo general de matriz antropológica. Lo que explica en buena medida que, a pesar de las metamorfosis comentadas, ese núcleo originario mantenga alguna forma de existencia. El nacional-populismo lepenista es una expresión de una fuerza histórica que, aunque revitalizada y conjugada con otras culturas políticas, recoge una herencia doctrinal que atraviesa los últimos siglos de historia europea. Siglos en los que los pueblos europeos han asistido a un despliegue y aceleración desconocidos de la idea cosmopolita entendida como aliada de una fuerza de emancipación. Esta forma ideológica de emancipación, vinculada a un principio de igualitarismo humanitario, ha tardado en dar sus frutos. Lo importante, sin embargo, es que algunos de esos frutos han resultado estar envenenados. Ese veneno se llama desarraigo, alienación civilizatoria, identidad desdichada. Veneno no de efecto inmediato, sino retardado. De ahí el progresivo repliegue nacional e identitario como valor refugio de la vida, de la seguridad, de la libertad y de un proyecto vital comunitario. Valores todos que recoge también una cierta nostalgia política de una idea de ciudadanía que el cosmopolitismo destruye naturalmente a la larga.

Con todo, la nostalgia de un orden anterior añorado (y, a la verdad, imposible de recuperar) coexiste con una cierta anticipación de un futuro posible. Así, en la síntesis operada en el seno de las nuevas derechas nacional-populistas, de las que el lepenismo francés resulta ser sin duda el más notorio precursor, se vive también la experiencia de un proyecto político no solo entendido como vínculo reactualizado con una gloriosa herencia impunemente dilapidada, sino también como agudo descubrimiento del tiempo presente con todas sus contradicciones. Y aun, por qué no añadirlo, como vanguardia de un futuro esperanzador. Esta experiencia tiene sus precedentes. El historiador Raoul Girardet recuerda que el nacionalismo integral de la Acción Francesa, al que Rafael Gambra catalogaba como una forma de «tradicionalismo heterodoxo», podía ser paradójicamente interpretado como una «introducción a la modernidad». La renovación política nacional pasa inevitablemente por la toma de conciencia del presente en su contexto histórico, lo que supone la asunción de la identidad y de las raíces compartidas, a fin de elaborar previsiones fiables sobre las perspectivas del porvenir. Este sentido de anticipación histórica es la garantía del protagonismo político actual de la nueva cultura política de esta derecha nacional, civilizacional e identitaria.

Otro orden político es posible y no hay que buscarlo en el reino idílico de las utopías. Existió, es la nación histórica que conserva viva una pequeña llama de su propio genio. Una nación que no nace ex-nihilo ni tampoco en virtud de un contrato imaginario: es hija de la historia de una civilización milenaria. Tampoco es eterna: la aguda conciencia de su fragilidad, el doloroso sentimiento de la posibilidad de su propia muerte, reactivan el imperativo vital colectivo de la regeneración nacional. El lepenismo representa en su día la capacidad de actualizar la herencia colectiva al servicio de un proyecto político moderno que cree resueltamente en la fuerza palingenésica de la identidad nacional. En Jean-Marie Le Pen se funde el tribuno nacional-populista con el enemigo del estatismo en defensa de las viejas libertades ahogadas por la maquinaria fiscal y niveladora de una administración voraz e inmisericorde que hipoteca el futuro, el progreso y la prosperidad de la nación.

La reivindicada modernidad del movimiento lepenista coexiste con el cultivo de los clásicos de la derecha. Bruno Mégret y otros dirigentes del Frente Nacional asumen esta tardea de rearme intelectual. En el Institut de Formation Politique, escuela de los cuadros dirigentes del partido, se daban cita en su programa de estudios autores de la tradición contrarrevolucionaria como Rivarol, Bonald, Burke, de Maistre, del nacionalismo francés republicano o monárquico como Barrès y Maurras, los clásicos del elitismo italiano Michels y Pareto, de la derecha social como Veuillot y La Tour du Pin, del tradicionalismo heterodoxo como Guénon y Evola, y los estudiosos de la esencia de lo político como Carl Schmitt o el ya citado Julien Freund. Junto a ellos se recogía y asumía una crítica que hoy llamaríamos posliberal o iliberal sin abandonar la reivindicación de un nacional-liberalismo que encuentra ilustres representantes en Max Weber o Hayek, al que Le Pen citó en más de una ocasión, para vergüenza de liberales sistémicos.

Sirva esto a título meramente indicativo, como ejemplo de un proyecto de restauración de la vieja tradición de una derecha genuina y sin complejos, que recoge los aportes más valiosos del resto de culturas políticas compatibles en un programa a la altura de los retos y desafíos de las sociedades contemporáneas. Así, valores ancestrales de la tradición política europea que parecían haber desaparecido tras una larga serie de claudicaciones, renuncias y humillaciones, renacen en una síntesis resueltamente contemporánea, irreductible a los viejos esquemas. Porque esta confrontación y diálogo con la vida política moderna, que supone un proceso de reflexión dirigido a revitalizar una herencia política sin abandonar sus fuentes primarias, implica también descartar aspiraciones, tentaciones y ambiciones anacrónicas. Así, en las páginas de Identité (revista teórica del partido en los años ochenta y noventa) leemos que, si bien el Frente Nacional «hunde sus raíces en la tradición de la derecha nacionalista y contrarrevolucionaria y encarna como tal el regreso en política de los verdaderos valores de la derecha, no por ello deja de afirmar su apego a la república y a la democracia, realizando una síntesis original jamás realizada hasta ahora». Es el ya citado Pierre-André Taguieff quien, pese a su hostilidad crítica contra el movimiento fundado por Jean-Marie Le Pen, tiene la honestidad de afirmar que «hay que tomar en serio a la vez el republicanismo reivindicado por el hombre más representativo del Frente Nacional y su carácter selectivo, así como moderado». Frente al carácter antidemocrático, antiparlamentario y antirrepublicano de las viejas derechas antimodernas, asistimos aquí a un cambio de paradigma.

En realidad, a la idea de síntesis superadora no le faltan ilustres precedentes en la historia de Francia. La síntesis de paganismo y cristianismo de los reyes merovingios, o la síntesis de Revolución y monarquía del Imperio Napoleónico, son quizá los ejemplos más paradigmáticos. No se trata de juzgar la coherencia filosófica o el valor puramente intelectual de estos sincretismos, sino de ponderar que, al fin y al cabo, son estos precipitados dialécticos los que terminan imponiéndose en el terreno histórico al clausurar, con éxito, los pretéritos antagonismos que amenazaban con arrastrar a la nación a su ruina.

Con este mismo espíritu de síntesis nacional, en el emblemático emplazamiento de Valmy, Jean-Marie Le Pen pronuncia en 2006 uno de sus discursos más célebres: «Si hoy me dirijo a ustedes desde el molino de Valmy, lugar simbólico donde una vez se salvó nuestra patria en peligro, es porque Francia se encuentra de nuevo en un momento crucial de su historia. En uno de esos momentos cruciales, decisivos y raros en los que nuestro país, si quiere seguir siendo él mismo, debe romper brutalmente con un presente que le aflige y tomar las riendas del curso de su destino. (…) Valmy fue un parteaguas. Fue la última victoria de la Monarquía y la primera de la República. De Gergovia a la Resistencia, pasando por la monarquía capetiana y la epopeya napoleónica, lo tomo todo. ¡Sí, todo! Porque todas la acciones heroicas, innovadoras y audaces participan del genio de nuestro país. Un genio giratorio en el que el cambio radical fue en varias ocasiones el camino de la salvación, la condición para la longevidad. Lejos de oponer unas épocas a otras, soy de los que piensa que un cierto centralismo jacobino extrae su fuente del reinado de Luis XIV, de los que cree que nuestro salvaje apego a la igualdad, motivo de tantas luchas sociales, encuentra su origen en nuestro viejo fondo cristiano. Como decía el gran patriota e historiador Marc Bloch, cuya célebre cita expresa perfectamente mi pensamiento: ¡Quien no haya vibrado con la coronación de Reims y la fiesta de la Federación no es verdaderamente francés! Les vengo a anunciar que un nuevo Valmy ha comenzado. Nueva amenaza, nuevo desafío, nueva esperanza para que continúe la historia de Francia forjada en la grandeza de Vergincetorix, de San Luis, de de Gaulle, o que desaparezca despedazada, aniquilada, engullida en el magma euro-atlantista, consagrada a la Organización Mundial del Comercio y sometida a la eutanasia de la OTAN. En verdad os digo, se tratará de vencer o perecer, de levantarse o someterse. Las circunstancias son nuevas pero la historia es la misma. Como en los días de los ejércitos de Kellermann y Dumouriez, Francia, de nuevo en la vanguardia de Europa, se encuentra en una encrucijada, dueña de su destino...O bien, unida y resuelta como los valerosos soldados de Valmy, volverá a derrotar a las potencias hostiles que han venido a afligirla, al grito de «Viva la Nación», o bien, impulsada por élites históricamente acostumbradas a la traición, entregará, por simple votación, su historia y su alma a los ejércitos enemigos del liberalismo globalizado, del comunitarismo, de la inmigración incontrolada y de la regresión».

En efecto, la misma síntesis políticamente exitosa se había producido anteriormente en la figura y la obra política del general de Gaulle. En la Constitución de la Quinta República Francesa está la huella de la tradición democrática republicana, pero también el eco monárquico de un presidencialismo renovado por la historia de una nación que empalma con su memorable pasado. El éxito de Le Pen consiste precisamente en saber tocar una música y una letra en absoluto desconocidas para el pueblo francés. Y en saber adaptarla a una versión más ajustada al oído acostumbrado al son de los nuevos conflictos históricos. En realidad, es el propio Charles de Gaulle quien anuncia la crisis que vio nacer y desarrollarse a las ideas de Jean-Marie Le Pen: «Está muy bien que haya franceses amarillos, franceses negros, franceses marrones. Demuestran que Francia está abierta a todas las razas y que tiene una vocación universal. Pero a condición de que sean una minoría. Si no, Francia ya no sería Francia. Somos, antes que nada y a pesar de todo, un pueblo europeo de raza blanca, cultura griega y latina, y religión cristiana. (…). Se puede integrar a los individuos, y esto solo en cierta medida. No se integra a los pueblos, con su pasado, sus tradiciones, sus recuerdos comunes de batallas ganadas y perdidas, sus héroes. (…) Es así como se hará Europa. No se hará de otro modo». ¿Son estas palabras muy diferentes a las empleadas por Jean-Marie Le Pen, que predica en el desierto de una Quinta República que no ha dejado de languidecer desde la muerte de su fundador?

Aunque salte a la vista que el detonante de esta regeneración de la cultura política nacional-conservadora en clave populista es el fenómeno central de la inmigración masiva de poblaciones alógenas, existen otros factores tan importantes como ese. El nuevo orden mundial impuesto como diktat internacional tras la caída del sistema comunista, la metamorfosis cosmopolita de un liberalismo que se emancipa de sus raíces morales, la americanización cultural o el federalismo rampante de un proyecto europeo que se separa de sus orígenes para amenazar los cimientos de la soberanía nacional y de la democracia, son argumentos que dotaron a los adversarios identitarios del mundialismo de una coherencia histórica que el electorado francés no ha dejado de premiar comicios tras comicios, hasta convertir a un grupúsculo creado hace más de medio siglo en la principal fuerza política del Estado-nación más antiguo del continente.

El 6 de septiembre de 1992, ante la catedral de Reims, Jean-Marie Le Pen declara: «Juramos defender las libertades, la independencia, la identidad del pueblo francés, su cultura, su lengua y su civilización humanista y cristiana». ¿No son estos acaso los valores civilizatorios compartidos de las diferentes tradiciones de derecha? Lo son, pero es la aguda conciencia de la amenaza que se cierne sobre ese precioso patrimonio histórico el que transforma a esta familia política en una derecha civilizacional. Es lo que Eric Zemmour no deja de recordar, inspirándose en René Girard: "La batalla de Poitiers y las Cruzadas están mucho más cerca de nosotros que la Revolución Francesa y la industrialización del Segundo Imperio”. Nunca desde la Revolución Francesa el pasado religioso de una civilización ha tenido tanto futuro como centro del debate político. Este nuevo escenario cierra el largo paréntesis abierto tras el desenlace de la Segunda Guerra Mundial y anuncia el regreso de los dioses fuertes. La imparable dinámica de una cultura política atenta a esta mutación epocal, de la que casi cualquier suceso es testigo en la actualidad, confirma que su protagonismo político no dejará de crecer. Preocupada por la continuidad histórica de la nación y de la civilización que la funda, devuelve como movimiento nacional, europeo y civilizatorio un nuevo destino político a la derecha. Un destino en el que solo creyeron, al principio, unos pocos. Pero, como dijo Joseph de Maistre, nada grande tiene grandes comienzos.