Fotograma de la película 'Drácula de Bram Stocker' con Gary Oldman como el conde Drácula
El Debate de las Ideas
Volver al Drácula de Stoker: cómo el vampiro venció y reina hoy en el mundo
La novela del escritor irlandés es una de las más traicionadas por el cine -tanto en letra como en espíritu- en sus abundantes adaptaciones. Merece la pena regresar a ella y reivindicar su búsqueda de la pureza y el autocontrol en tiempos de liberación sexual
Merece la pena volver a Drácula, y más aún descubrir la obra de Bram Stoker por primera vez. Y, al hacerlo, sorprenderse con una historia que tiene poco en común con las ideas preconcebidas que el cine o la televisión puedan haber instalado en la mente del lector. No faltan oportunidades para alfombrar un encuentro provechoso. El lector encontrará abundantes ediciones, muchas de ellas anotadas y con enjundiosos prólogos, pero también versiones narradas, como la excelente de José Coronado y Sol de la Barreda para Audible. El único requisito es estar dispuesto a sumergirse en una historia que se parece poco a lo que nos han contado.
Porque lo primero que hay que decir es que la historia de ‘Drácula’ es, al tiempo, una historia de éxito y de traición. El personaje creado por el novelista irlandés ha alcanzado ciertamente la inmortalidad, pero su historia ha sido tergiversada una y otra vez. No sólo por versiones ‘ilegales’, como el extraordinario Nosferatu de Murnau, sino también por la versión canónica de Tod Browning -de la que apenas se salva el magnetismo de Bela Lugosi- o toda la serie de filmes de la Hammer, entretenidas piezas de género, sin olvidar la versión de Francis Ford Coppola que, pese a presentarse como la más fiel a la novela (“Drácula de Bram Stoker’ se titula) es una de las que más radicalmente se aparta de ella.
En el caso de la película de Coppola hay que destacar su visión romántica del vampiro como un monstruo enamorado, algo implícito en la novela que el cineasta desarrolla con libertad artística, pero sin la más mínima lealtad a la letra de la obra. Con todo, la principal traición es mostrar a Mina como alguien que le corresponde, cuando uno de los ejes dramáticos de la novela es la resistencia de la mujer de Jonathan Harker a ceder a la tentación del vampiro. En el lado positivo, la caracterización de Renfield a cargo de Tom Waits es probablemente una de las mejores del canon. El lector de la novela descubrirá también cómo el cine ha despreciado, o simplificado, el mundo de convenciones y pautas sociales característico de la sociedad victoriana, que tan bien refleja la obra de Stoker, así como su cosmovisión religiosa.
Es verdad que no es fácil llevar al cine una historia cuyo protagonista tiene una presencia fantasmal en los momentos clave, narrados a menudo desde la distancia, el recuerdo o la confusión. Como tampoco es fácil respetar la estructura de una obra construida mediante el fascinante entrelazamiento de cartas y diarios de los protagonistas en los que cuentan los hechos y cómo los viven personalmente. Quizás por esa dificultad, los guionistas de cine han optado por «vengarse» de Stoker violentando su historia incluso en detalles tan nimios como los nombres de algunos personajes. Aunque quizás ha influido también la pereza de inspirarse en versiones teatrales de la obra antes que en el original literario.
Digamos con claridad que ninguna de las adaptaciones cinematográficas realizadas le hace justicia a ‘Drácula’, al margen de que algunas puedan ser buenas películas. Para explicarlo debemos situarnos en contexto. La obra de Stoker, publicada en 1897, es una novela victoriana que tiene como centro el combate entre el bien y el mal, entendidos en este caso como pureza y corrupción moral, con la atracción sexual como un campo de batalla más insinuado que mostrado.
Esta lucha tiene un doble territorio de combate: en primer lugar, es la batalla personal de Mina (que pese a ser el personaje de más peso de la obra es sistemáticamente reducido a una mínima expresión o caricatura por el cine), pero es también la batalla de la humanidad. Mina, que ha sido seducida por el vampiro e ‘infectada’ por su mordisco, se arrepiente de su debilidad y lucha para salvar su alma y no sucumbir definitivamente a la atracción de Drácula. Pero la lucha contra el vampiro es también la lucha de una humanidad que debe impedir que la estirpe del monstruo se extienda, y, con ella, el mal destructor que este personaje diabólico porta. Un personaje que, no lo olvidemos, convive entre nosotros como uno más, porque lo monstruoso, el mal que acecha, a menudo es indistinguible de la normalidad, y suele esconderse y propagarse aprovechándose de ella.
Hemos dicho que el conflicto dramático de ‘Drácula’ es la pureza, una aspiración progresivamente despreciada por las sociedades occidentales -especialmente a partir de la Revolución Sexual de los años 60- lo que seguramente explica en gran medida el obstinado empecinamiento en ignorar esa parte de la historia. Para un lector del siglo XXI, sin embargo, reencontrarse con un mundo, el de finales del XIX, en el que todavía este tipo de asuntos importaban es uno de los elementos más atractivos y sorprendentes de la novela.
Lo que se opone a la pureza es la turbiedad sexual que Drácula representa. Y el conflicto es la tensión entre lo que dicta la razón y lo que parece dictar el deseo. Los personajes de la novela -primero Jonathan Harker, que está a punto de sucumbir ante la tentación de tres vampiras, y luego las amigas Lucy y Mina- actúan en contra de sus convicciones, a merced de fuerzas ocultas que les desconciertan y contra las que luchan, o a las que intentan resistirse. Por esas mismas fechas Freud estaba explicándole al mundo que los hombres no son tan dueños de sus actos como a menudo se piensan, y que su aparato psíquico no es una torre gobernada por un señor feudal, sino más bien un caballo salvaje cuyo jinete a menudo logra sujetarlo, pero que, a veces, es derribado.
El novelista vallisoletano Gustavo Martín Garzo lo explica muy bien en su prólogo para la edición de Anaya de la novela: «Regresar al mundo de ‘Drácula’, la novela de Bram Stoker, nos enseña que no somos dueños de nuestros deseos; por eso nos perturban. No es cierto que nuestro cuerpo nos pertenezca, siempre pertenece a otro, a aquel, o aquella, que lo hace despertar. Mina y Lucy rechazan todo lo que el Conde representa: la oscuridad, el daño, el dominio. Y, sin embargo, una y otra vez lo llaman a su lado». Pero, mientras que Lucy termina devorada por esa sexualidad ‘libre’ y termina transformada en una vampira, «Mina logra sustraerse de su influjo gracias a la fuerza del amor. La historia de estas dos muchachas es, sin duda el corazón del libro». Hay, por tanto, una batalla posible, no estamos ante una fatalidad. Lo que el vampiro representa es una atracción animal, instintiva, volcada al puro placer y desentendida de la visión generativa de la sexualidad. Esa que, como Martín Garzo apunta, sólo es posible mediante el amor, que impide que el semen se pierda fuera del útero de la mujer y le otorga la ocasión de crear vida.
Las lecturas habituales de la novela interpretan este conflicto como una prueba del carácter puritano y represivo de la sociedad victoriana a la que Bram Stoker pertenecía, y que su novela refleja. Pero, a menudo, esa interpretación esconde un cliché en torno a la posibilidad de autocontrol que parte de una incorrecta lectura de Freud. El creador del psicoanálisis nunca planteó la abolición de la represión, pues la veía imprescindible y necesaria para el bienestar social. Lo que sí hizo fue denunciar el coste que tenía para los sujetos y, por expresarlo de modo coloquial, abogó por la necesidad de ajustar su intensidad, aflojando las bridas de los individuos.
El desarrollo de la Revolución Sexual extendió otra creencia no menos discutible, que es la presunción de verdad de la pulsión. Esto es, en el conflicto entre la pulsión interior y la razón, la verdad estaría siempre del lado de la primera. Pero, en realidad, la pulsión está del lado de lo instintivo y de lo animal, una faceta a la que no podemos renunciar, pero que no debe ser la que nos guíe en la jerarquía moral.
Lo diremos de forma gráfica, aún a riesgo de resultar polémicos: si un varón ignora la negativa de una mujer y le impone una estimulación sexual que termina produciéndola placer ¿debemos deducir que ese placer es más verdadero que el rechazo de la dama? En ese caso no tendría sentido combatir a Drácula, que, a fin de cuentas, no sería más que un apóstol de la liberación sexual y del placer, tal y como algunas versiones sugieren. Pero ni la novela de Stoker, ni algunas adaptaciones cinematográficas comparten tal visión, pues no ignoran que la animalidad del vampiro puede ser devastadora y mortal. La última versión del mito, el poco sustancial ‘Nosferatu’ de Robert Eggers -cuyo mayor atractivo se resume en su minuto inicial- subraya explícitamente la dimensión monstruosa y destructora de una pulsionalidad desencadenada y brutal.
Pero el prejuicio contra el valor de la represión está ahí. Y le ha alcanzado al propio Stoker. Según el estudioso Daniel Ferson, la obsesión del novelista con la pureza, muy visible en su novela, la habría compatibilizado con una vida nocturna libertina, en una expresión típica del cliché progresista sobre el hombre conservador. Hay que aclarar que los demás biógrafos no encuentran pruebas de tal carácter mujeriego.
Pero es relevante como reaparece una y otra vez el cliché. ¿Cuántas películas no habremos visto en las que políticos defensores de la familia, de derechas, resultan ser asiduos de prostíbulos o adictos a las perversiones? Sin embargo, la realidad nos muestra, una y otra vez, que es más frecuente lo contrario. Como la realidad política española evidencia cada día. O como descubrieron los progresistas norteamericanos al comprobar que la mayoría de las víctimas del metoo eran de los suyos. Es muy revelador cómo, en uno de los capítulos de la muy antitrumpista y pro demócrata serie ‘El gran golpe’, uno de los abogados negros del progresista bufete pide a las mujeres que rebajen la presión con las denuncias porque están perjudicando, sobre todo, a los propios. Por una de esas singulares interconexiones entre realidad y ficción, por esas mismas fechas el metoo pasó a convertirse en una reivindicación más bien abstracta en la que se redujeron mucho las menciones concretas a acosadores particulares.
Si la novela de Stoker, en su dimensión más evidente, nos advertía contra el riesgo de que el peligro que el monstruo representaba pudiera extenderse por el mundo, hay que decir que la realidad nos habla del triunfo del ‘vampiro’ y de su visión desencantada del sexo como puro placer y como pulsión. La pornografía nos lo muestra de forma explícita y abundante, pero nos encontramos con un tratamiento similar de la sexualidad en un gran número de películas y de series convencionales. En el caso del porno nos encontramos con la consagración de una idea que viene rondando este artículo: la pulsión vence siempre al afán de autocontrol. Podríamos decir sin equivocarnos que una de las grandes líneas troncales de lo pornográfico ilustra, defiende y propaga esta idea tan propia de nuestro tiempo: resistirse al sexo es inútil porque el cuerpo siempre tiene deseo de más y es siempre receptivo a las tentaciones y a las caricias. Y aquí es donde descubrimos la verdadera raíz de fondo de esa idea según la cual cuando las mujeres dicen ‘no’ en realidad quieren decir ‘sí’, que no es el patriarcado sino la revolución sexual. Quizás por eso la anacrónica y hermosa búsqueda de la pureza que el ‘Drácula’ de Bram Stoker abandera - encarnado en el extraordinario personaje de Mina- resulta hoy tan estimulante.