Cristina de Suecia por Jacob Ferdinand Voet
La reina enterrada en el Vaticano y su relación con la filosofía
Solo cuatro mujeres descansan en la basílica de San Pedro y una de ellas lo hace influenciada por el francés Descartes
El mundo mira estos días con más atención si cabe al Vaticano. Allí se ha celebrado el funeral del Papa Francisco, aunque no es junto a la tumba de san Pedro donde descansarán sus restos. El Pontífice pidió ser enterrado en la basílica de Santa María la Mayor y allí reposa ya.
Aunque no es el primero en tomar esta decisión, son pocas las ausencias papales en las grutas vaticanas. Sin embargo, la basílica de San Pedro acoge los restos de otras personas al margen de los sucesores del apóstol. A lo largo de los siglos algunos personajes notables han recibido el honor de ser enterrados allí y de entre ellos solo cuatro son mujeres.
Una de ellas es la reina Cristina de Suecia. En el interior de la basílica petrina puede contemplarse un monumento en su memoria y allí reposa desde 1689, año en el que murió tras una vida de novela. Su viaje entre Estocolmo y Roma supuso toda una fiesta para la Iglesia católica, que acogía en su seno a la conversa hija del protestante Gustavo II Adolfo, el conocido como León del Norte por su destacado papel militar en la Guerra de los Treinta Años.
Un reinado basado en el saber
Cristina de Suecia fue coronada en 1650. Para entonces ya era reconocida como una mujer con especial interés por las humanidades y el conocimiento en general. Tanto fue así que hizo de la sentencia Columna regni sapientia, «la sabiduría es el pilar del reino», el lema de un reinado que duraría menos de lo esperado.
Su formación intelectual no dejó de lado la filosofía y su vida coincidió en el tiempo con la del francés René Descartes. El padre del Racionalismo era reconocido en su época y sus ideas despertaron el interés de la joven princesa. Con poco más de 20 años decidió intercambiar correspondencia con el ilustre pensador y en varias ocasiones le pidió que acudiese a su corte para instruirla.
Descartes emprendió en 1649 el viaje hacia Estocolmo no solo por el interés de formar a una futura reina sino como forma de «escapar» de los problemas que sus obras le estaban generando. En aquellos días el racionalista era acusado de ateísmo por el rector de la Universidad de Utrech, Gisbertus Voetius, y sus libros llegaron a ser quemados.
Descartes consiguió reparación y justicia, su filosofía no era, ni es, atea y su fe católica era sólida. Pese a todo, el francés optó por alejarse del foco mediático y viajó a Suecia para encontrarse con la futura reina Cristina. Allí fue recibido como el ilustre personaje que era y la corte se reunía en la biblioteca de la capital para escucharle hablar de filosofía, matemáticas o física.
Apenas pudo Descartes disfrutar de estos honores unos meses. El invierno sueco hizo mella en él y una neumonía acabó con su vida el 11 de febrero de 1650, poco antes de la subida al trono de su «discípula». A pesar del poco tiempo que compartieron, parece que el francés no solo dejó una semilla intelectual en la futura reina, también le mostró una fe, la católica, que cambiaría la vida de la monarca.
Abdicación y conversión
Lo sembrado por Descartes fue regado por otros personajes de su tiempo que se encargaron de acercar a la cultísima reina la doctrina de la Iglesia. Diplomáticos llegados de España y Portugal entablaron amistad con Cristina, compartieron su fe con ella y en febrero de 1654 se produjo la noticia que sacudió Suecia. La sucesora de Gustavo II Adolfo abdicaba sin dar mayores explicaciones, pero advirtiendo de que pronto conocerían el motivo.
Este no era otro que su conversión. Lo comunicó en privado, el Papa Inocencio X conoció su cambio de fe y su sucesor Alejandro VII aceptó que viajase hasta Roma para ser confirmada y recibir la comunión en la basílica de San Pedro. Su camino hasta allí se convirtió en toda una fiesta para el catolicismo en el marco de la guerra de religiones que asolaba Europa.
Monumento a Cristina de Suecia en el Vaticano
A partir de aquel 1655, Cristina de Suecia vivió en los Estados Pontificios, donde siguió cultivando su amor por la cultura y donde se desempeñó como una auténtica mecenas. Volvió en alguna ocasión a su país natal, llegó a sufrir problemas económicos serios y comenzó a escribir una autobiografía que no pudo terminar.
Murió en 1689 a los 62 años y pidió ser enterrada con sencillez en el Panteón de Roma. Su deseo no se vio cumplido y el Papa Inocencio XI decidió que sus restos descansaran en el Vaticano. La antigua soberana de un reino protestante reposando en el corazón del catolicismo. Por el camino, el amor por la sabiduría y el encuentro con un filósofo de fe.