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Portada de Regime Change, de Patrick Deneen

Portada de Regime Change, de Patrick Deneen

El Debate de las Ideas

Patrick Deneen, profeta del conservadurismo populista

Patrick Deneen -en sus artículos de First Things, en su obra de 2018 Why Liberalism Failed y ahora con este Regime Change- se ha convertido en la cabeza visible de un grupo de pensadores (Sohrab Ahmari, Curtis Yarvin, Adrian Vermeule…) a los que se ha dado en llamar «post-liberales». Su propósito es teorizar un nuevo conservadurismo que, en lugar de ser una mera variante del liberalismo, sea una alternativa al mismo.

El liberalismo, dice Deneen, sustituyó una sociedad basada en la continuidad y el linaje por otra basada en el cambio y la meritocracia: «Un orden en el que la gente, por medio de su esfuerzo, capacidad y trabajo duro, pudiera crearse una identidad y un futuro basado en la suma de sus propias decisiones» (p. 3). Si en la sociedad preliberal la clase dominante había sido la aristocracia, en el nuevo orden liberal lo será una élite carreril que se ha hecho con «el monopolio de las ventajas sociales y económicas» (p. 4).

Deneen se reconoce abiertamente populista y considera que el eje ideológico relevante hoy ya no es el de derecha vs. izquierda sino el de élites vs. pueblo. «La concepción liberal de la libertad -sostiene- creó una nueva clase dominante y degradó la vida de las masas». El liberalismo, afirma Deneen, entiende la libertad como ausencia de constricciones externas (incluidas las de la naturaleza humana), mientras que la tradición preliberal la había entendido como autocontrol y capacidad de virtud.

La singularidad de Deneen es que quiere promover un conservadurismo postliberal usando argumentos de lucha de clases prácticamente marxistas: en su opinión, la decadencia de la familia, la descristianización, el auge de las drogas y otras adicciones (a Internet, a la pornografía, etc.) o la aceptación social del aborto serían manejos maquiavélicos de las élites para mantener su dominación sobre «el pueblo». Las élites habrían maniobrado para embrutecer moralmente a la clase trabajadora, mientras ellas mismas se reservaban los beneficios de virtudes antiguas como la familia estable o incluso la religiosidad (es cierto que, al menos en EE.UU., la clase alta es más matrimonial y religiosa que la baja). En los últimos tiempos, la élite ha desarrollado el wokismo para denigrar como homófobo, machista, racista, etc. cualquier movimiento de regeneración conservadora a nivel popular.

¿Pero quiénes son esas «élites»? No queda del todo claro. A veces parece que se trata simplemente de los titulados universitarios, cuyos salarios reales se han incrementado mucho en EE.UU. en las últimas décadas, mientras se estancaban los de los trabajadores manuales. Otras opone la burguesía (mega)urbana al proletariado del campo y las provincias. Aunque la dualidad más usada es la propuesta por David Goodhart: las élites son los «anywhere», emancipados de toda atadura territorial o nacional; los oprimidos, los «somewhere», todavía arraigados a lugares y profesiones concretos. Las élites de antaño tenían un anclaje geográfico y estamental a feudos y linajes, así como a la clase baja (siervos de la gleba, olvida decir Deneen); la contemporánea debe su supremacía precisamente a su no territorialidad: sus habilidades son fungibles; su trabajo, inmaterial y supraespacial (se puede hacer con pantallas desde cualquier lugar del mundo). Su conexión con cualquier lugar o país es tenue y revisable.

Esta élite cosmopolita establecería una alianza objetiva con otro grupo también beneficiado por la globalización y el desarraigo: los inmigrantes, dispuestos a trabajar por salarios bajos. Pijoprogres y espaldas mojadas estarían así cerrando una tenaza letal contra los rednecks del Rust Belt y demás tierras baldías arrasadas por «el globalismo».

La burguesía irrumpió en la Historia combatiendo el principio del linaje -que la condenaba a una posición subordinada a la de la aristocracia- para hacer sitio a la meritocracia y la movilidad social. Pero ahora, arguye Deneen, esa burguesía (que ya no es industrial, sino tecnológico-managerial-académica: «clase del conocimiento») se ha solidificado en una nueva oligarquía endogámica y hereditaria (los egresados de las mejores universidades se casan entre sí y raramente se divorcian, como ya constató Charles Murray en Coming Apart; los trabajadores, en cambio, ya apenas se casan).

Siguiendo al Michael Sandel de The Tyranny of Merit, Deneen acusa a las élites de self-righteousness hipócrita: creen merecer sus privilegios; consideran que su estatus es la justa recompensa de su esfuerzo, formación y capacidad de adaptación a las circunstancias siempre nuevas de una sociedad en progreso vertiginoso. Y, en un alarde de lo que el marxismo llamaría «falsa conciencia», han desarrollado el wokismo como herramienta de autoengaño moral. Concibiendo a mujeres, razas no blancas y minorías sexuales como «víctimas», escamotean la divisoria realmente importante, que no es racial-sexual sino «de clase», al tiempo que creen hacer algo por los oprimidos. Deneen considera que las carencias de los pobres se deben «no al racismo sistémico, sino al liberalismo sistémico».

Acertará quien piense que estas son algunas de las ideas que han alimentado el éxito de Trump. Pero Deneen, que es sin duda el mentor intelectual de J.D. Vance, marcaba distancias en esta obra de 2023, sin nombrarlo, con el hombre del pelo naranja. En un pasaje afirmaba que existe el peligro de que «el pueblo se vea arrastrado a apoyar a líderes demagógicos, corruptos y moralmente laxos, cuyo principal atractivo reside en su mala educación» (p. 18). En otro, aún más inequívoco, señalaba que «el campeón nominal [de la revuelta antiglobalista] en EE.UU. fue un narcisista con graves taras [a deeply flawed narcissist] que apeló a las intuiciones del pueblo, pero sin ofrecer una articulación clarificadora de sus dolencias» (p. 152).

Deneen tiene una faceta abiertamente anticapitalista: acusa a la economía de mercado de «haber derribado las fronteras, mercantilizado todas las formas culturales e introducido fuerzas de mercado en todas las áreas de la vida». El mercado posee una lógica niveladora, allanadora de barreras, sean nacionales o morales. Comienza requiriendo el desmontaje de viejas barreras gremiales y feudales al emprendimiento y termina denigrando también las ligaduras familiares, en la medida en que son «no elegidas». La soberanía del inversor y consumidor termina convertida en soberanía del sujeto para redefinir toda regla moral a su gusto; la libertad económica termina convertida en libertad sexual y familiar. El mercado ha extendido a todas las esferas la lógica de la mercantilización y el consumo. La crítica de Deneen recuerda mucho a la de Marx y Engels en Manifiesto comunista: «La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por […] la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado […] se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía perenne y permanente se esfuma, lo santo es profanado […]».

En su condena del capitalismo productivista, Deneen roza el «decrecentismo» dizque ecologista: «Muchos de los problemas que afrontamos surgen del propio éxito del «progreso»: cambio climático, agotamiento de los suelos, extinción de especies, consunción de recursos naturales, ruptura de la estabilidad familiar […]».

Deneen propone un «conservadurismo del bien común» que debe comenzar por ajustarle las cuentas al conservadurismo «fusionista» (así llamado porque intenta reconciliar el liberalismo económico y político con el conservadurismo moral y cultural: el ideal es una sociedad con Estado pequeño, libertades clásicas [religiosa, de expresión, educativa, etc.], libre empresa, familias fuertes y religiosidad potente pero no legalmente impuesta). Deneen identifica correctamente los orígenes del fusionismo en los liberales clásicos (Locke, Montesquieu, Padres Fundadores de EE.UU., etc.) y por tanto sostiene la necesidad de romper con aquellos. Afirma que ellos «desarrollaron una teoría constitucional que proporcionaría máxima protección a la libertad y la propiedad individuales a expensas del bien común».

En su interpretación de la historia norteamericana, Deneen llega, por tanto, a lo impensable en un conservador yanqui: «desmitificar» a los Padres Fundadores, los cuales, según él, habrían ya estado contaminados por ese liberalismo fusionista y egoísta. Deneen rechaza que la verdadera esencia de EE.UU. sea liberal-conservadora; prefiere buscar raíces alternativas, de tipo religioso y comunitarista, olvidando que los Fundadores armonizaron perfectamente su liberalismo con una valoración positiva de la religión (y en muchos casos, con su propia fe).

Deneen rechaza también el rol liberal-conservador de EE.UU. en la política internacional: su intervención en la Segunda Guerra Mundial, en la Guerra Fría, en las guerras «neocon» de los 90 y los 2000… «Contra el comunismo, América esgrimió la idea liberal clásica de la propiedad como un derecho individual prepolítico» y «abrazó formas agresivas de militarismo anticomunista». Deneen lamenta la proyección «imperialista» de EE.UU. en intervenciones militares «por los derechos humanos» (es él quien pone las comillas irónicas), abogando implícitamente por el repliegue.

El conservadurismo fusionista, según Deneen, no es realmente conservador, pues asume lo esencial del progresismo, a saber, el dogma de la conveniencia de un progreso incesante, discrepando sólo en el ritmo de ese cambio: el fusionista es un progresista a cámara lenta. Frente a este pseudoconservadurismo liberal, Deneen propone un «conservadurismo de los muchos» (o sea, populista, frente al elitismo fusionista), definido como «una afirmación no marxista del poder político de los muchos, en defensa de los fines conservadores de estabilidad, normas comunitarias y solidaridad».

Si el centro de gravedad del conservadurismo fusionista era la libertad, el del «conservadurismo del bien común» lo es la estabilidad y la preservación de las normas que garantizan la conservación social: «Comienza con la primacía de la familia, de la comunidad y de los bienes humanos que sólo pueden ser asegurados con los esfuerzos de la comunidad política».

El conservadurismo del bien común tiene, según Deneen, una faceta económica y otra moral-cultural. La económica es un giro proteccionista y socialdemócrata, arrumbando el librecambismo fusionista: «Es un conservadurismo pro-trabajadores que protege a los empleos e industrias dentro de las naciones [con aranceles, hay que presumir], exigiendo un mayor control de la inmigración, apoyando a los sindicatos y llamando al Estado a asegurar las redes de seguridad social».

Y es «socialmente conservador: prefiere el matrimonio «tradicional», rechaza la idea de que el género es elástico, se opone a la sexualización rampante en la cultura moderna, especialmente la que tiene por objeto a los niños».

Deneen presenta su conservadurismo del bien común como un retorno a la tradición clásica (Aristóteles, Polibio, Cicerón, etc.) de la «constitución mixta». Esta era entendida como un híbrido de las tres formas puras de gobierno (monarquía, aristocracia, república) que, según Polibio, podía detener la «anaciclosis», el ciclo en virtud del cual esas formas puras tienden a degenerar en sus trasuntos impuros (la monarquía degenera en tiranía, la aristocracia en oligarquía, la república en demagogia). Ahora bien, Deneen interpreta «constitución mixta» en el sentido de un régimen que consiga una hibridación real de las clases sociales, y no ya de las instituciones. Sería algo que «va mucho más allá de mecanismos americanos de controles y contrapesos [checks and balances]».

¿Y cómo se consigue esa mezcla de las clases? Deneen dice que los «aristopopulistas» -especie de «contraélite» llamada a contrarrestar a la «élite globalista»- deberían proponer medidas tales como «la preocupación por la distribución nacional del trabajo productivo, la expectativa de un salario capaz de sostener a una familia, la redistribución del capital social»…

Otra medida aristopopulista sería el aumento del número de escaños de la Cámara de Representantes hasta mil, dando así la oportunidad de ingreso a diputados de extracción popular. Y la participación de los trabajadores en la dirección de las empresas a través de órganos de co-gestión. O el establecimiento de un servicio militar obligatorio para que «el ejército sea del pueblo, no de Washington» (un Washington que, según Deneen, ha usado el músculo castrense temerariamente en aventuras imperialistas). Finalmente, la formación profesional (oficios manuales) debe ser promocionada, y los estudiantes de las Universidades deben ser obligados a cursar al menos una asignatura de electrónica, fontanería, etc. «para que tengan algún contacto con el mundo real». Y también, la industria deslocalizada a terceros países debe retornar a EE.UU.; para conseguirlo no debe desdeñarse el recurso a aranceles, dice Deneen, invocando el precedente de Alexander Hamilton (e incurriendo en un «cherry picking» de Padres Fundadores).

Pero para conseguir una verdadera mezcla entre las clases es preciso, según Deneen, «superar la meritocracia» (sic). La élite debe ser convencida de que no merece realmente sus éxitos: en realidad, estos se deben a sus ventajas educativas de partida y a superiores dotes naturales que les cayeron aleatoriamente en suerte (fueron bendecidos por la lotería genética que distribuye arbitrariamente el IQ). En esta consideración del éxito como fruto de ventajas inmerecidas, Deneen se muestra inopinadamente próximo al John Rawls de Teoría de la justicia (o sea, a uno de los adalides del «liberalismo progresista», en realidad socialdemócrata).

La solución liberal clásica para el problema de la desigualdad en el punto de partida sería la igualdad de oportunidades (proporcionar educación de calidad a los niños de familias humildes, etc.). Pero Deneen considera que eso no es suficiente: hay que «desmontar la meritocracia», «desinflar la hybris meritocrática», bajarle los humos a la «clase del conocimiento». Para esto, nada mejor que «introducir un elemento de azar en la selección» de los puestos más codiciados: por ejemplo, que la admisión a las universidades de élite se haga en parte por sorteo, y no mediante baremación de los conocimientos y capacidades.

En definitiva: el liberalismo -conservador o progresista- ha fracasado y debe ser sustituido por un conservadurismo antiliberal. «La «libertad religiosa», la «libertad académica», los «controles y contrapesos», el «libre mercado» no son sustitutos adecuados para la piedad, la verdad, la prosperidad equitativa y el gobierno justo. El orden liberal en su forma fundacional mantiene que la ausencia de constricción en estos y otros ámbitos es la condición suficiente para que la gente alcance la realización» (todas las comillas irónicas son de Deneen). Por ejemplo, no basta la «libertad para rezar» si después la gente no reza. No basta la «libertad para tener hijos» si después la gente no los tiene.

No tenemos aquí espacio para responder a Deneen; lo haremos en otro trabajo. Vaya por delante: la libertad puede no ser suficiente, pero es necesaria, y Deneen no parece ser bastante consciente de lo necesaria que es. Deneen traza una caricatura del liberalismo clásico, que en las obras de Locke o de los Padres Fundadores no tuvo nada de relativista, disolvente o antifamiliar (la defensa del matrimonio y de los deberes familiares en el Ensayo sobre el gobierno civil de Locke es cristalina, por ejemplo, por no hablar de las numerosísimas alusiones de los Washington, Adams, etc. a la centralidad de la moral y la religión). Desmontar la idea de meritocracia introduciendo un bombo que asigne cargos aleatoriamente es delirante; reformular en lenguaje conservador la dialéctica marxista de la lucha de clases, un grave error. Y renunciar al libre mercado y al crecimiento económico sería sacrificar el instrumento que ha sacado a la humanidad de la miseria. El decrecentismo es un caballo perdedor. No podemos aceptar la idea de que el único camino de retorno social a la virtud sea el empobrecimiento voluntario.

La solución para las insuficiencias del liberalismo -que existen- no es un wokismo de derechas que sustituya la lucha de sexos, razas u orientaciones sexuales por la de «las élites contra el pueblo». Tanto las élites como el pueblo son heterogéneos: Deneen es élite, igual que Marx fue burgués.

Y es cierto que no basta con la libertad: sí, hay que conseguir que la gente rece o tenga hijos, en lugar de sólo la libertad para ello. Hay que conseguir que la gente use correctamente su libertad. La respuesta a esto es el «liberalismo perfeccionista» de un Robert P. George o un Joseph Raz. Necesitamos más liberalismo perfeccionista y menos conservadurismo populista-antiliberal. Quede la explicación para otro día.

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