
Alasdair MacIntyre
MacIntyre en el laberinto
Por eso, MacIntyre recurre, con gesto que recuerda a Julián Marías, a las vidas personales y a la importancia de la narración
Alasdair MacIntyre (Glasgow, 1929-2025) ha sido uno de los filósofos morales más influyentes de nuestro tiempo, admirado (por muchos) por su diagnóstico certero de la crisis ética contemporánea. Tras una trayectoria intelectual que recorre desde la filosofía analítica hasta el tomismo, pasando por el marxismo, MacIntyre nos deja una obra capaz de encararse con las propuestas éticas de la modernidad.
En Ética en los conflictos de la modernidad (Rialp, 2017), su último libro, escrito con ochenta y siete años, recapitula sus posturas. En cierto modo, nos las deja como una herencia. Por ello, realiza el esfuerzo (también exigente para el lector) de no dejarse nada atrás. La estrategia de su crítica es curiosa. Para empezar, hace un llamamiento a la comprobación empírica: veamos qué vidas son más plenas y satisfactorias y cuáles conllevan más fracasos. Es una especie de ordalía contra la sobredosis de literatura académica. «La mayor parte de la filosofía moral de la mayoría de las épocas ha sido vacía y aburrida», constata, y, además, las concepciones modernas de la moralidad están compuestas por fragmentos que han perdido su contexto original y su inteligibilidad. No son ni vivibles ni, en última instancia, discutibles, encastilladas en sus postulados estancos.
Por eso, MacIntyre recurre, con gesto que recuerda a Julián Marías, a las vidas personales y a la importancia de la narración. La biopsia de la ética es la biografía. En contraste con las teorías morales modernas centradas en reglas (como el utilitarismo o el kantismo), en el voluntarismo (Nietzsche) o en el postmoderno dejarse llevar del emotivismo, MacIntyre enfatiza la importancia de comprender la vida humana como una unidad narrativa dirigida hacia un telos o fin. Ése es el meollo de su muy vigorosa recuperación y actualización de Aristóteles. Tiene el don de la ejemplificación, que no es el de la ejemplaridad, pero que van de la mano. Considera que Jane Austen, por ejemplo, es la descubridora de la virtud de la constancia.
Pero (y he aquí el movimiento envolvente) a la vez no deja de hacer el análisis implacable de las teorías alternativas, en un constante ir y venir. Él mismo reconoce el peligro que conlleva su estrategia: «Esta empresa está envuelta, por supuesto, en cierto halo paradójico, porque estoy invitando a mis lectores a ir más allá de las limitaciones de la investigación teórica en una obra que no deja de ser un trabajo teórico».
Tras la práctica y la teoría, de nuevo la práctica, pero con un sesgo social. Las ideas comunitaristas de MacIntyre recuerdan a Chesterton, al que no se olvida de homenajear. Pedro Carlos González Cuevas recoge otro eco interesantísimo: «Me han llamado la atención las analogías entre sus planteamientos y los defendidos por Ramiro de Maeztu en su obra La crisis del humanismo». Además, su redescubrimiento del fin o el telos para orientar los deseos propios es un bloqueo directo del ubicuo deseo mimético contra el que tanto nos advirtió René Girard. Su explícita reivindicación de León XIII (por su doctrina social y por su llamada al tomismo) se llena de actualidad tras el ascenso al pontificado de León XIV. Sirva este rápido repaso de afinidades y confluencias para constatar que MacIntyre se sitúa, por derecho propio, en la constelación de grandes pensadores cristianos de nuestro tiempo.
David Cerdá, traductor de esta obra y perspicaz lector, ha sugerido que ««Cómo entrenar la virtud», podría ser el deportivo subtítulo» de este libro. En efecto, MacIntyre ofrece a sus lectores las herramientas precisas para sortear los fracasos vitales, para lo que se requiere (nueva vuelta) la filosofía. «Cuando las personas comunes llevan más lejos su intento de responder preguntas sobre sus deseos, descubren que se han convertido en filósofos», ha observado. Es lo que nos propone. Vean algunas pruebas.
La vida humana puede fracasar de muchas maneras, pero todas implican alguna distorsión del deseo. […] Una vida puede ir mal no solo por la adversidad externa, sino por el deseo mal dirigido o frustrado.
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La inteligibilidad de nuestros deseos depende de que podamos identificar el bien que lograríamos al satisfacerlos.
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Un hablante corriente del inglés, el irlandés, el mandarín o el idioma que sea, cuando en su día a día emite juicios sobre lo que sería bueno hacer el próximo domingo o sobre lo mal que se comportan los vecinos o sobre qué políticas sería mejor que el ayuntamiento implementase, habla como un aristotélico encubierto. ¿No es un poco ridículo? Puede que no.
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Uno de los objetivos de Winnicott era rescatar a aquellas madres de sus intentos de ser perfectas, que tanta ansiedad les deparaban, convirtiéndolas de hecho en peores madres de las que podrían haber llegado a ser. Lo que debían procurar ser es madres suficientemente buenas.
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Los fracasos, según esta visión neoaristotélica, constituyen ocasiones para el aprendizaje sobre lo que es verdadero y falso.
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En cada tipo de actividad tenemos una finalidad doble. [Hacer bien lo que hacemos y hacernos mejores a través de lo que hacemos.] Los fines del retratista son reflejar lo que hay de único en este rostro en concreto e incrementar su destreza en tanto pintora o pintor.
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Tolstói se equivocaba: tanto las familias felices como las infelices vienen en diferentes modalidades.
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Lo que requieren virtudes tales como el coraje, la paciencia, la honradez y la justicia nunca puede especificarse del todo por anticipado. De ahí que en la vida práctica no haya, como subrayase Tomás de Aquino, generalizaciones adecuadas para servirnos como una guía completa, ningún conjunto de reglas que se baste para hacer el trabajo por nosotros.
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Todo el mundo necesita aprender a disciplinar sus afectos, para que estos no nos cieguen y nos impidan ver la realidad.
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Para Marx, como para Aristóteles, entendemos algo sólo si conocemos no solamente lo que es sino lo que está en su naturaleza llegar a ser.
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Desde un punto de vista distributista, lo que el capitalismo tiene de inadecuado no es sólo lo que hace al desempleado y al pobre, sino también lo que le hace al rico y a los trabajadores mejor pagados y a los directivos. […] Lo que quieren es, demasiado a menudo, lo que no tienen buenas razones para querer.
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Su profesor servirá al bien de estos dos estudiantes [uno vago y satisfecho, otro trabajador y ansioso] haciendo que el estudiante feliz sea infeliz, y que el infeliz sea feliz.
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Es bueno ser feliz si uno tiene buenas razones para ser feliz, y bueno ser infeliz si y sólo si uno tiene buenas razones para ser infeliz.
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Quien no ha sido nunca educado en las virtudes no logra entender su propia vida.
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[Vasili Grossman, fiel a su destino inalcanzado en vida] Haciendo de él una persona infeliz en el sentido moderno, aunque en realidad fuese un eudaimon.
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Es posible que eventualmente tengamos más que aprender de, digamos, Chesterton que de nuestros más distinguidos pensadores contemporáneos.
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No hay ningún bien finito y concreto cuya consecución perfeccione y complete la vida de uno. […] Hay un objeto de deseo más allá de todos los bienes particulares y finitos, un bien hacia el que tiende el deseo en la medida en que queda insatisfecho incluso tras conseguir el más deseable de los bienes finitos, como ocurre en las buenas vidas. Pero aquí termina la investigación de índole política y ética. A partir de este punto, comienza la teología natural.