El destino de Ucrania se decide en la Feria del Libro
La gran fiesta literaria madrileña convoca a todo tipo de singulares personajes, mientras los grandes autores de antaño ceden el puesto a presentadores y estrellas de Internet, donde vuelve a masacrarse a Morata y familia
Imagen de la Feria del Libro de Madrid
«Ya has visto… Muy inteligente el movimiento de Ucrania». La frase, a los pocos días del relampagueante bombardeo de una parte importante de la aviación rusa, la pronuncia un casi seguro empedernido lector de Von Clausewitz durante las actuales, calurosas jornadas de la Feria del Libro madrileña.
El repentino orador, un hombre ya maduro, adornado con beisbolera gorra blanca y una bandolera que apenas disimula la protuberancia del abdomen, se encuentra de pie, erguido el dedo índice de su mano diestra, frente al mostrador de una de las casetas del improvisado circuito comercial.
Su vista se dirige hacia el tendero, con el que debe mantener cierta cordialidad, pero el tono de voz nos ilustra también al resto de los paseantes acerca de sus muy ponderados análisis de estrategia político-militar.
Es lo que tienen estas concurridas manifestaciones culturales: con tamaña erudición expuesta al fresco, embebido del docto ambiente, cualquier visitante se viene arriba e improvisa una columna hablada, como los oradores que aún frecuentan el «Speaker’s corner» del Hyde Park londinense, cuando proclaman al viento la abolición de la monarquía, una rebaja en el precio de la pinta cervecera o cualquier otra excentricidad.
Una penuria repetida hasta hoy
«¡Cómo me hubiera gustado conocer a Goethe, a Stendhal, a Joyce! –exclama un amigo entusiasta–. Ah no –protesta Luder–. No los hubieras aguantado más de cinco minutos. Casi todos los grandes escritores son unos pesados. Solo la muerte los vuelve frecuentables».
La cita pertenece a Ribeyro, el estupendo escritor peruano, que algo sabía de lo que hablaba por su proximidad con otros célebres (era amigo de casi todos los autores que pertenecieron al Boom latinoamericano, que a él no le alcanzó, posiblemente, por preferir cultivar las formas breves, como apreciado maestro del cuento que era).
Y, aun así, la gente acude hoy a la Feria para intercambiar alguna palabra con sus ídolos, o simplemente contemplarlos de cerca para comprobar si es cierto eso de que la tele engorda y estrecharles la misma mano con la que acaban de pergeñar la consuetudinaria dedicatoria.
Esa firma, indeleble o ya ajada como sombra en el correspondiente ejemplar, si se juzga valiosa, volverá con el tiempo cerca del Retiro, cuando, en algún improvisado remate familiar de caducas «posesiones», con algo de suerte, sus páginas recalen en la Cuesta de Moyano. Quizá allí puedan hallar a otro fetichista interesado.
Los creadores actuales (mayormente expendedores de baratijas y otras ilusiones en Internet o populares presentadores de los medios audiovisuales), que comparecen, ahora, en esta denominada fiesta de las letras poco tienen que ver con aquellos que mencionaba el colega del heterónimo de Ribeyro.
Un camarada del romano Longino, ya durante la primera mitad del siglo I, se le quejaba al pensador de que en ese tiempo no surgían «salvo grandes excepciones, naturalezas auténticamente elevadas y trascendentes, tal es la penuria que reina en el mundo literario». Todo cambia más bien poco, pese a la canción.
Ni Tom Wolfe resistiría a la caza de brujas
Hemingway animaba a otro genio, F. Scott Fitzgerald, a que escribiera más largo para rentabilizar el esfuerzo. «No es que los relatos sean como hacer de puta, son sencillamente un error de cálculo: podrías haber ganado y aún puedes ganar lo suficiente para vivir escribiendo novelas. Eres tonto de remate. Ve y escribe la novela».
Luego ya vendría El Gran Gatsby, aunque nunca el éxito, la fama y la fortuna como los que llegaría a disfrutar en vida Tom Wolfe, más próximo a nosotros. En un reciente documental acerca del autor de La hoguera de las vanidades, alguien sostiene que aquel dandy sureño, de prosa tan descarnada como entretenida, difícilmente lograría imponerse hoy en el mercado, al menos no en su país.
Las novelas tan largas ya no interesan (sugiere el comentarista), pero además el cáustico proceder de Wolfe, permanentemente reñido con cualquier sugerencia de corrección política, se erigiría en más que probable anatema: primero para las editoriales, imbuidas del común espíritu censor que ha impuesto el «wokismo» por la cuenta de resultados; y luego sobre esa misma corriente de los lectores que solo buscan ya en los textos nuevas víctimas para achicharrar en la ignominiosa pira de prejuicios, ignorancia e iniquidades que son las redes.
Tal como está el patio de la escritura, a lo mejor convendría seguir el consejo de Marco Aurelio: «Aparta de ti la sed de libros, para no morir lamentándote».
La pira se enciende para el antihéroe Morata
En esa hoguera de las vanidades que con tanto celo azuzan los internautas, la impaciente fogata no aguarda hasta el purificador san Juan para sacrificar entre sus brasas a nuevas víctimas. Ahora, le ha vuelto a tocar el turno a uno de los ídolos caídos más asiduos en estos últimos tiempos, el futbolista Morata.
En Match point, la última gran película de Woody Allen, durante esos años en los que practicó asiduamente el turismo con historias menores, se hablaba de la influencia fundamental del azar sobre la vida de las personas. Como metáfora, el cineasta recurría al lugar que ocupa la red en el tenis. De que una bola toque ligeramente la cinta y caiga a un lado o al otro depende, muchas veces, una victoria, el sentido absoluto de una carrera deportiva.
Que se lo pregunten a Alcaraz. El joven tenista murciano representaría el tesón, la audacia, la fortaleza, en gran medida porque la pelota traspasó siempre en las ocasiones decisivas, hasta cuando la rozó, la banda.
De otro modo, el conquistador de París habría sido el circunspecto Sinner, y de Alcaraz se hubiese ponderado la intención, el coraje, su esfuerzo, sí, para inmediatamente pasar al navajeo de las comparaciones, y asegurar que Nadal estaba hecho de otro material, más compacto, resistente y efectivo.
Esta vez la circunferencia de aire se alojó en el lado equivocado para Morata, un antihéroe resignado a desempeñar su propio, trágico papel desde la misma decisión del seleccionador (o un temerario, o un cabrón redomado o un hombre sinceramente bueno dispuesto a jugarse el salario para intentar la redención definitiva del paria), cuando, en contra del buen juicio, reclutó a este jugador, a última hora, en una misión imposible.
Morata, carne de psicólogos, sería ese otro joven (ya no tanto) que siempre duda, un Hamlet ensimismado en su eterna condición perpleja, incapaz de aplacar a sus propios demonios internos y aceptar la inaplazable responsabilidad de su privilegiado destino.
Pasó lo que ya estaba escrito en el viento para que se pudiera honrar merecidamente a esa otra leyenda, la de un gladiador de la recia estirpe de los Alcaraz, los que también vacilan, pero acometen, sin ampararse en el subterfugio de la fragilidad mental, Cristiano Ronaldo.
El resto, incluidas las incomprensibles amenazas de muerte a la familia del futbolista madrileño, y que recuerdan al asesinato de aquel otro defensa colombiano que se metió un gol en propia puerta durante un mundial (algo más relevante que esta insulsa competición), pertenece a aquello que también aseguraba Marco Aurelio: «Intentar huir de la maldad de los demás, es imposible».