
Portada del libro 'Arraigo'
El que resiste, gana
Se propone un repliegue ofensivo: convertir la familia en un fortín. Marín-Blázquez presta especial atención a la figura del trabajador
Carlos Marín-Blázquez (Cieza, Murcia, 1969) ganó con Arraigo (CEU ediciones, 2025) un accésit del premio Sapientia Cordis. Este ensayo consolida una de las trayectorias más interesantes del panorama intelectual español, que hasta la fecha constaba de dos sorprendentes libros de aforismos o escolios (Fragmentos, 2017; Contramundo, 2020), una exquisita colección de relatos (El equilibrio del mundo, 2022) y una recopilación de sus incisivos artículos periodísticos (Una escala humana, 2024).
La tesis es nítida y recoge las intuiciones de sus libros precedentes. Arraigo no se anda por las ramas: desde la primera frase, Marín-Blázquez se planta como padre frente al incierto porvenir de sus hijos. Y, de paso, ante el nuestro. Que nadie espere un ensayo abstracto: aquí la paternidad es predio y linde. En su primera parte, denuncia los males de este tiempo, como el individualismo, el vértigo y la inestabilidad. Tiene el acierto de identificar el denominador común de la época, que es el desarraigo. Por poner un ejemplo, que a los inmigrantes o emigrantes se les llame «migrantes» implica desplazar el centro de su peripecia no a la tierra de acogida o a la de salida sino al hecho del desplazamiento. Marín-Blázquez tiene un don para el diagnóstico y otro para el sintagma: habla de «una precarización integral del ser». El presente es un momento de descivilización.
Pero no se rinde. Lo esperanzador viene en la segunda parte, que encabeza con la épica de san Pablo: «Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan». Arraigo propone la permanencia y se pone bajo el amparo de Simone Weil: «Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana».
Se propone un repliegue ofensivo: convertir la familia en un fortín. Marín-Blázquez presta especial atención a la figura del trabajador. Es tentador hacer aquí una digresión medievalizante. Entre los críticos de la postmodernidad se impone el apartamiento del mundo, concretado en figuras como, primero, el monje (La opción benedictina de Dreher o el Petit Port Royal de Jiménez Lozano); en segundo lugar, el héroe de Redeker o la caballería de espíritu y, en tercer lugar, el elogio del labrador que aquí desarrolla Marín-Blázquez. Contra el siglo, obsérvese, los tres estamentos medievales. Símbolos aparte, en todos los casos se trata de cumplir con una resistencia personalizada tal y como la propuso el poeta Aquilino Duque: «Luego he tratado de que lo que quería/ para todo el país, para toda la tierra/ fuese al menos posible en unos pocos/ metros a la redonda».
Sin levantar la voz, Marín-Blázquez ha escrito un libro levantisco: «Quisiera que este libro sirviese para sugerir la posibilidad de una senda alternativa a la que en la actualidad se nos ofrece como única vía para transitar por el mundo». «Resulta factible escapar de la ambición totalitaria que ensombrece este tiempo si educamos a nuestros hijos en el cultivo de un compendio de virtudes sustantivas. […] bajo un prisma de gratitud. […] preparados para resistir». En Arraigo, Marín-Blázquez cumple al pie de la letra la bendición que lanzó en su primer libro, Fragmentos: «Dichosos quienes custodian, todavía, algún reducto intacto». Él se cuenta entre los dichosos, esto es, entre los rebeldes y los defensores.
Ser padres acarrea hoy una determinación heroica.
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La patologización de la existencia transmitió al hecho de viajar las cualidades propias de una actividad terapéutica. Si tuviera que elegir unas líneas que reprodujeran el pulso de este nuevo estado de la conciencia, sin duda me remitiría a las frases que aparecen al comienzo de Moby Dick: «En cuanto noto en mi alma las húmedas brumas de noviembre –nos confiesa Ismael, el personaje narrador de la novela– (…) sé que es tiempo de embarcarme en cuanto pueda. Es mi sucedáneo del tiro de pistola».
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Desde que el mito del progreso se situó en el centro del imaginario occidental, asumido por el Estado como una de sus principales bazas legitimadoras, apenas hay cambio que no se sancione como un avance. Tales cambios, sin embargo…
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La vida liviana y sin compromisos, trepidante e inmersa en la continua euforia de la experimentación, la vida desprovista de anclajes y deudas generacionales, deviene entonces, tal y como dictamina Zygmunt Bauman, «una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante». Una vida low cost.
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Sucede que al focalizar todo el interés en su propio cuerpo, el sujeto se desentiende del cuerpo social, con lo que su voluntad de subvertir las estructuras políticas e institucionales que se perciben como injustas o manifiestamente perfectibles acaba por disiparse.
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[Hay] una estrategia de vaciamiento de la interioridad de la persona y su transformación subsiguiente en dócil receptáculo de una amplia farmacopea de anestésicos que reducen al mínimo su voluntad de rebelarse.
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La familia es –debería ser– el fortín contra el que se estrellan las arremetidas atomizadoras de la ideología de lo global.
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El fracaso de las utopías alimenta el pesimismo que, a su vez, abona el terreno para la proliferación de un nihilismo.
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[Sobre el vandalismo] Quienes maltratan su entorno es porque están tan lejos de sentirse parte de él que su acción destructiva les depara una gratificación psicológica, en la medida en que alcanzan a hacer de ella un acto de afirmación personal.
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El hecho incontrovertible es que la desaparición del cristianismo dejó expedito el camino para la multiplicación de una constelación de ídolos feroces que desde entonces se disputan a diario cada partícula de poder.
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[El mundo en el que vivimos] Se define por sus odios mucho antes que por sus devociones. Sin embargo, de cada objeto de su repugnancia obtiene un fruto envenenado que acaba volviéndose contra él: de su aversión a Dios extrae su sometimiento integral al Estado; de su mofa del cristianismo, su idolatría de las religiones políticas; de su aborrecimiento de la tradición, una pulsión bulímica por abrazar cada una de las modas que le dicta el mercado.
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El humorista televisivo adscrito a la casta dominante resulta ser, con su mueca nerviosa y su compulsivo recurso a la payasada impertinente, el auténtico príncipe de esta posmodernidad de guiñol.
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Las innovaciones pedagógicas albergan la virtualidad de dar apariencia científica a lo que es más que nada un intento de demolición integral.
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Este individualismo de signo gregario y colectivista [Qué paradoja digna de Chesterton.].
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Pero ¿qué ejemplaridad ética alberga la proyección pública de la mayor parte de las celebridades a las que las generaciones más jóvenes rinden culto?
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Rémi Brague: «El sujeto puede adquirir a voluntad las «verdades» y los «valores» en venta en esta feria (pantopolion) que, según Platón, promueve el espíritu democrático».
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Antes que nada, deberemos asumir que la madurez del espíritu sólo acontece en el marco de una vida buena.
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La familia sigue representando un desmentido, categórico y vivencial, de los dogmas con que la modernidad sentó las bases de la era del sujeto autónomo. […] En la mentalidad moderna occidental las ansias de emancipación del individuo van indisolublemente unidas a la supresión de la figura del padre.
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Permitir la destrucción de la familia equivale a otorgar nuestro consentimiento para que el ser del hombre sea aniquilado.
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Además de la Odisea, el Éxodo y la Eneida componen el relato de una búsqueda colectiva que sólo alcanza un final satisfactorio con el asentamiento.
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He sacado a colación el término «conservar» y soy consciente del inmovilismo estéril en que sus detractores pretenden fosilizarlo. No nos dejemos confundir por ellos. El verdadero impulso de conservación, en un sentido aristotélico, supone la síntesis más acabada entre la necesidad de cambio que es consustancial al cumplimiento de las expectativas humanas y el anhelo de permanencia.
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Como resulta sencillo deducir, nuestra tarea alberga un indudable componente aristocrático.
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La tierra rebosa de amplias reservas de fe, gratitud, alegría y bondad.