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La sombra de un trabajador indio aparece silueteada frente al sol este lunes en unas obras en la ciudad de Chennai, India

La sombra de un trabajador indio aparece silueteada frente al sol este lunes en unas obras en la ciudad de Chennai, IndiaEFE

El barbero del rey de Suecia

El sol nos sigue

Este forcejeo en contra y a favor de las convenciones del diarismo –que acaba imponiéndose– es una prueba del vigor del género, que no se deja encasillar en fórmulas consabidas

Uno de los fenómenos literarios de los últimos cien años es la consolidación del género del diario o del dietario. Ni siquiera parece dispuesto a morir de éxito a manos de la autoficción, hijo pródigo. Hay una razón muy poderosa para este auge: el instinto de supervivencia. Frente a la presión de los movimientos de masas, las ideologías políticas, las modas imperativas y las variadas corrientes de pensamientos únicos (valga el oxímoron), se alza la intimidad, que se hace fuerte en el hecho de llevar un diario. Este planteamiento lo sostienen Ernst Jünger, José Ortega y Gasset, José Jiménez Lozano y Andrés Trapiello, entre muchos otros.

Juan Marqués (Zaragoza, 1980) acaba de publicar el suyo: Creo que el sol nos sigue (Pre-Textos, 2025). Marqués es esencialmente poeta y crítico literario. Ha publicado los libros de poesía Un tiempo libre (2008), Abierto (2010), Blanco roto (2016), El cuarto de estar (2019) y Diez mil cien (2020). En 2021 publicó su primera novela, El hombre que ordenaba bibliotecas.

Profundo conocedor del diarismo, admirador constante del prodigioso empeño diarístico de Andrés Trapillo, Juan Marqués, en principio, no quería incurrir en él. Rechaza bastante de sus postulados y buena parte de las escasas páginas de esta entrega se dedican a abjurar de las convenciones del género. El ejemplo más claro es su desconfianza del yo.

Sin embargo, el género se sobrepone, lo que nos indica que su auge no es una moda superficial. Marqués abomina de las modas y aquí esquiva su yo, pero reaparece, sobre todo, en las minuciosas descripciones de su amor a la soledad. También la intimidad encuentra su lugar. Son páginas preciosas las dedicadas al padre y la ternura paternal encuentra resquicios en unos sobrios apuntes de algunas anécdotas de sus hijos. La cita de Mark Twain viene al pelo: «Nadie puede comunicar la verdad sobre sí, ni tampoco ocultarla».

Este forcejeo en contra y a favor de las convenciones del diarismo –que acaba imponiéndose– es una prueba del vigor del género, que no se deja encasillar en fórmulas consabidas. Sabe encontrar su camino. Con el yo y la intimidad imprescindibles abundan, sobre todo, los planteamientos literarios. Apunta posibles títulos de libros, recopila citas excelentes (Yehuda Amijai: «Jerusalén es la Venecia de Dios»), regala críticas literarias a vuelapluma y expone esbozos de argumentos de historias.

Hay un cuento abocetado por Juan Marqués que indirectamente nos sirve para explicar la importancia del canon. Un señor mayor se muda a un asilo. Conoce a una señora que ha leído toda la vida, compulsivamente, igual que él. Aunque ambos son muy callados, se hacen amigos, porque, como dice Marqués: «Conozco a poca gente que, en el fondo, prefiera leer a charlar sobre libros». Pero entonces se dan cuenta de que, aunque han dedicado su vida a leer y han leído, por tanto, miles de libros, no hay un solo título que haya leído los dos. Concluye Marqués: «Sería algo perfectamente posible». Esto tiene trampa. Marqués afirma que, de tanto como han leído, «tienen ambos, por consiguiente, una cultura sólida y real». Aunque en puros números es muy posible esa situación, en realidad, no. Para eso está el canon. El cuento, a contrario sensu, es un magnífico apólogo a favor de los grandes libros.

No me extrañaría que el autor haya descontado mi reparo, pero prefiera, discretísimo, que las moralejas las extraigamos otros. Es su estilo. No hay duda de que cuenta con el lector. Un ejemplo finísimo: comenta que le encanta ser convocado en la embajada sueca para escabullirse a un cuarto donde cuelga un cuadrito irresistible. Es un paisaje de un pueblo nórdico junto al mar, de Carl Wilhelmson «Algún día querría escribir un libro, lo que sea, que pueda merecer esa cubierta […] que seguramente nunca llegará». Adivinen qué cubierta tiene este diario. El lector, al leer eso, rápidamente se va a verla, y sonríe con la broma privada, que es algo más. El mensaje –nueva moraleja tácita– de que las cosas llegan.

Este modo de sortear lo explícito es coherente en un autor da más importancia a la lectura que a la escritura. Hasta el bellísimo extremo de confesar: «Como no me siento con la energía mental suficiente para ponerme a leer, me he sentado a escribir». Debe de tener mucha energía mental, porque escribe muy poco. Este diario es muy corto, rematado con ironía por otra cita de Mark Twain en Las aventuras de Tom Sawyer: «Trató de escribir un diario, pero en tres días no sucedió nada, de modo que lo dejó».

Gracias a su cansancio, nos ha dejado estos poderosos fragmentos.

Puede parecer paradójico, pero una biblioteca no estará completa y perfectamente ordenada si no hay libros apilados por el suelo.
*
EMBLEMA
No sé
quién eres.

Pero sé
quien seas.
*
Qué poco importante es Dios para mí y qué decisivo es (para mí) que mi padre crea en Él como cree. […] Eso [si su padre perdiese la fe] supondría para mí un disgusto mucho mayor que mi propia incredulidad.
*
Qué sólo te reconozcan en tus páginas aquellos que te conocen de verdad.
*
Hay que desconfiar de todo lo que sea intraducible.
*
—Papá.
—Dime, Bruno.
—¿Qué significa «ojalá»?
*
Os veo tan dormidos y tan vuestros
que sólo me pregunto
qué puedo hacer para que no sufráis.

De momento, tortitas.
Es lo que por ahora está en mi mano.

Vamos a echar muchísimo sirope.
*
Felizmente solo.
*
Mientras hablamos, se nos acerca una chica cien por cien Lavapiés, gritando bastante alterada: «¡Pero es que es increíble lo franquistas que somos!, ¡estoy hasta el chocho de fachas por todos laos!, ¿os parece medio normal esto?», y nos pone a cinco centímetros de los ojos una moneda de dos euros con un águila. «Pero esa es una moneda alemana», le explica Jordi, sin apenas inmutarse, y entonces ella remata: «No me jodas! ¿Alemana? ¡Ahora sí que me has acojonao!».
*
Veinte días seguidos con los niños. Mis problemas con los nervios y con la paciencia. Uno aspira a lo zen, y más bien se comporta como un energúmeno. Y qué frustrante: somos encantadores y generosos con gente que en el fondo nos da igual y nos portamos mal con aquellos por los que moriríamos sin dudarlo ni un segundo.
*
Estoy absolutamente convencido de que, cuanto más dice la gente «qué calor hace», más calor hace.
*
[Imagina que él haría un estupendo psicólogo]
—Verá, es que no me siento feliz…
—Ni puta falta que hace. Lo que hace falta es estar contento.
*
Yo no quiero figurar, yo quiero facturar. Yo no necesito aplausos, yo necesito transferencias.
*
Una novela doméstica, es decir, un verdadero relato de aventuras.
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Ya he comprendido que, si quieres explicar bien algo, lo que hay que hacer es escribir una novela. Para dar buena cuenta de algo, es ineludible la ficción.
*
Un modelo, en literatura, no es un molde.
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Un breve libro que luzca como subtítulo algo así como «Los libros que me explican las cosas que me gustan», y que capítulo a capítulo vaya tratando temas como el silencio, Venecia, las ballenas, la soledad, los faros, las bibliotecas. Los niños, la alegría, caminar. […] Contaría lo que me han enseñado los libros […] y aportaría mis propias ocurrencias
*
«Una vidita guiada»: gran errata.
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Lejos de lo que podría parecer, lejos de lo que yo mismo siento a veces, hay poquísimas coas más dignas en este mundo que pedir trabajo.
*
Si el fotógrafo es bueno, el ruido que haya alrededor sale en la foto. Sucede también con la música que sonaba en ese sitio y en ese instante: se nota, se escucha, quiero decir que se ve. Lo más difícil de atrapar en una imagen es el silencio. Eso sólo sucede si el fotógrafo es muy bueno.
*
«Se leía los libros»: mi epitafio.
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