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Tapiz de Bayeux

Tapiz de BayeuxCreative Commons

El Barbero del Rey de Suecia

Una novela-historia

Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña (Jerez de la Frontera, 1972) ha escrito libros académicos y ensayos de divulgación histórica, demostrando en ambos campos una enorme solvencia. Su carrera universitaria puede calificarse de extraordinaria en logros y en hitos. Es precioso que fuese el encargado de dictar las palabras de bienvenida a S. S. Benedicto XVI en el Encuentro con los Profesores en el Escorial, en agosto de 2011. Con 1077. El invierno del rey mendigo (Schedas, 2025) se aventura en la narrativa.

No estamos, sin embargo, ante una novela histórica propiamente dicha. El escritor renuncia a las asistencias y facilidades propias del género «novela histórica» y no inventa ni un MacGuffin ni una trama romántica de personajes auxiliares que actúen de hilo conductor. Se atreve a construir su novela sobre las personalidades históricas del año 1077, sin añadir casi nada y abarcando, dentro de su límite temporal, la mayor geografía europea y a una nutridísima galería de personalidades.

Para que 1077 funcione, el autor confía en el atractivo de estas figuras, en la trascendencia de los acontecimientos y en un don narrativo capaz de crear estampas muy vívidas. El resultado evoca las escenas del Tapiz de Bayeux. El texto serviría para el guion de una serie compleja, con una trama de historias más o menos interconectadas, pero con una tensión que no decae y un ojo muy fino para los detalles psicológicos. Así describe, por ejemplo, a un cardenal sinuoso: «Sonriendo cordialmente gracias a la larga práctica adquirida por años de fingimiento».

La novela son casi 600 páginas, como ya se ha dicho, y se quedan cortas. Te pasas la lectura visitando la Wikipedia en busca de más datos de los personajes históricos: Enrique IV de Franconia, Gregorio VII, Guillermo I el Conquistador, Federico de Hohenstaufen, Godofredo de Boullion, Anselmo de Aosta… Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña tiene un don añadido para los retratos femeninos: Berta de Saboya, Matilde de Toscana, Agnes de Waiblingen, Adelaida de Susa, incluso Mabel de Bellesme aparecen bajo una luz de vidriera.

Un lector superficial podría objetar que no se cierra casi ninguna historia, salvo la de Mabel de Bellesme, precisamente. Podría replicarse que se trata del primer tomo de una proyectada trilogía que volverá a fijarse en años concretos: en 1085 (conquista de Toledo y, por tanto, situada en España) y en 1099 (en Jerusalén). Creo que no es la auténtica justificación.

Que ningún personaje cierre su trama no es defecto, es declaración de intenciones. El protagonista de 1077 es el tiempo de una forma casi magnética. Nos sumerge en el espíritu de la Alta Edad Media. La acción política se vive en toda su trascendencia y hasta, entre líneas, puede deducirse la importancia histórica que la Querella de las Investiduras habrá de tener para la formación de Europa. Rodríguez de la Peña la retrata muy a lo vivo. Véase: Hugo de Cluny amonesta a Enrique IV por desobedecer al Papa, pero a la vez lo felicita, «a fuer de ser honesto con vos», por haber hecho lo correcto desde un punto de vista político. He ahí las dos espadas en todo lo alto.

En las citas se palpa el amor al latín, a la herencia clásica, a los maestros, que tienen un papel vertebral. Se descaricaturiza el feudalismo: el vínculo del vasallaje es sacro, los deberes del vasallo son Auxilium et consilium, el honor es una fuerza operante, la venganza o la faide no es un berrinche ni un rencor sino una institución vertebradora de las relaciones políticas, etc. Una prueba del temple de buen metal medieval de este libro es que las numerosas crónicas de la época que se citan y que encabezan cada capítulo no disuenan en absoluto del tono de la historia. Tanto, que en los fragmentos escogidos, junto a las descripciones de Rodríguez de la Peña y sus diálogos, incluyo prosas de entonces, tan integradas están en la novela:

Se santiguó con gran solemnidad y juró en latín y francés devolver a la Casa de Lotaringia la gloria de antaño. Esa será la mejor venganza.
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[Lampert von Hersfeld, OSB, Annales] «El rey Enrique había nacido para la púrpura. […] A su juicio, el suprimo honor del Imperio, que estimaba tanto como su propia vida, consistía en castigar implacablemente toda rebelión».
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Un monarca vale lo que valen sus vasallos.
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Su vida entera estaba consagrada al honor; el de su linaje y el del Imperio [Federico de Hohenstaufen]
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Y es que en todo monje hay algo de guerrero.
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[Donizo de Canossa, Vita Mathildis, describiendo a Matilde de Canossa o de Toscana] «Ella siempre tiene el semblante alegre y la mente serena».
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El terrible precio de ser libres es tener poder para defendernos.
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¡Qué pena no disponer de más tiempo para deleitarme en la biblioteca!, pensó Hugo de Cluny. Pero los servidores del Señor no somos dueños de nuestro tiempo. Ya tendré tiempo para leer en la biblioteca del Cielo.
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Lucho para que un día no sea necesario tener que elegir entre la lealtad al Imperio y la fidelidad al Papa.
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¿Vida o muerte? Elijo honor.
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[Guillermo de Tiro, Historia Rerum in Partibus Transmarinis Gesarum, donde describe con indudable encanto a Godofredo de Boullion] Era alto, y aunque era más bajo que los muy altos, era más alto que la mayoría de los hombres de estatura media.
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La ciencia consiste en investigar lo que no se sabe. Pues, paradójicamente, creer que se sabe algo es la raíz de la ignorancia.
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A veces tengo la impresión de que el único objetivo de los reyes de la dinastía Capeto es durar.
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Un caballero sin feudo ni señor feudal era poco menos que un bandido o, como mucho, un soldado de fortuna.
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Adoptó la altanera actitud del gran noble ofendido, una pose que sabía bien que abría muchas más puertas que las que cerraba.
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Todo gobernante necesita poseer un monasterio o dos como punto de apoyo, no basta con la posesión de castillos.
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No hay peor aliado que un tonto con poder.
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[Gregorio VII:] «Los príncipes de este mundo deberían tomar en consideración qué peligroso, qué espantoso incluso, es el oficio del gobernante, qué pocos de entre ellos logran salvar su alma».
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Los héroes son… eso, héroes, no santos, mi señora. […] Casi todos los reyes son crueles en alguna medida.
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Hay un deber superior a cualquier otro. Boecio lo arriesgó todo, incluso la vida, por un deber que es el deber supremo: obedecer a la propia conciencia.
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