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John Henry Newman retratado durante su período como sacerdote anglicano

John Henry Newman retratado durante su período como sacerdote anglicanoWikipedia. Dominio público

El Debate de las Ideas

Doctor de la Iglesia

«Soy católico porque tengo fe en Dios; si alguien me pregunta que por qué tengo fe en Dios, le contestaré que creo en Dios porque tengo fe en mí mismo, porque me parece imposible tener fe en mi propia existencia —de la que estoy completamente seguro— sin creer en la existencia de Alguien que vive en mi conciencia como un Ser Personal que todo lo ve y todo lo juzga» .

Una mirada atenta no puede sino sorprenderse ante esta concatenación entre la certeza de la existencia personal y la fe en Dios, pasando por la experiencia de la conciencia; y entre la fe en Dios y su ser católico. ¿Se sigue tan directamente la existencia de un Dios personal de la experiencia interior de la conciencia? Y ¿cómo se pasa de forma tan inmediata de la certeza de la existencia de Dios, al catolicismo romano, desechando otros credos cristianos y no cristianos? Toda la Apologia pro vita sua, una de las obras cumbres de Newman, es la explicación pormenorizada del camino intelectual y moral que le lleva de la primera idea a la última. Pero, por mucho que se explique este camino, no hay una adversativa que le quite fuerza, más bien Newman insiste: «En nuestra mente hay una secuencia que la lleva de forma concatenada desde su primera idea religiosa hasta la última […] Filosóficamente hablando, no existe punto medio entre el ateísmo y el catolicismo y, por tanto, una inteligencia realmente coherente […] no tiene más salida que el ateísmo o el catolicismo» . E insiste de nuevo: «No hay más que dos alternativas: llegar a Roma o el ateísmo. El Anglicanismo es una especie de posada a medio camino de la una y el Liberalismo la posada a medio camino de la otra» .

Una advertencia: para seguir su lógica hemos de pisar el mismo camino intelectual y moral, y permitir que nuestra libertad se vea comprometida —porque no es posible acercarse a la verdad sin acatarla— ; es entonces cuando sale a nuestro encuentro el santo y el doctor de la Iglesia universal.

El 31 de julio pasado recibimos la noticia que muchos esperábamos: el Papa León XIV conferirá el título de doctor de la Iglesia universal a san John Henry Newman. Y aunque muchos fieles y sacerdotes han rezado para que llegase este momento, y muchos han trabajado con este objetivo, creo que si alguien ha influido en el conjunto de la Iglesia para que aflorase el valor de la persona y de la obra de san John H. Newman, ese ha sido Benedicto XVI, el papa que lo beatificó.

En el centenario de la muerte de Newman, el entonces cardenal Joseph Ratzinger indicó que el signo característico de quien es gran doctor de la Iglesia es que no enseña solo con su pensamiento y sus discursos, sino también con su vida, porque su pensamiento y su vida se compenetran y se determinan recíprocamente. Y remata: «Si esto es así, entonces verdaderamente Newman está entre los grandes doctores de la Iglesia, porque al mismo tiempo toca nuestro corazón e ilumina nuestro pensamiento» .

El primer núcleo a partir del cual se entiende la vida y el pensamiento de Newman es su doctrina sobre la conciencia, que para él es, sobre todo, relación original y natural del hombre con su Creador. En la conciencia Dios se deja sentir primariamente por sus mandatos y juicios, como Legislador y Juez, que hace que el hombre se experimente, en lo más íntimo de sí, ante el que está por encima de él y es su Creador. El yo se desvela, primeramente, ante la percepción de Dios en la conciencia. Al tiempo, la conciencia permite distinguir una ley moral, independiente también del sujeto, a partir de la cual puede emitir un juicio sobre los actos humanos, pero la conciencia no se limita a reconocer esta ley natural independiente del individuo, antes es percepción de aquel Dios personal que toca el alma. La experiencia de la conciencia le permite decir a Newman: «Desde mi niñez yo había entendido con especial claridad que mi Creador y yo, su criatura, éramos los dos seres cuya existencia se impone arrolladoramente, como la luz, in rerum natura» . La primera consecuencia de esta visión es la libertad del yo ante la arbitrariedad subjetivista que esclaviza al hombre moderno. La cultura laicista ha tomado la libertad de conciencia como expresión de la autonomía radical del individuo. Para Newman, muy por el contrario, significa responsabilidad ante Dios, y la afirmación de que su ser más íntimo es ser en relación, lo contrario al individualismo. La responsabilidad ante Dios constituye —y esta es una segunda consecuencia— la libertad última ante cualquier poder ilegítimo, el fundamento —como piensa Ratzinger— de la libertad personal ante todo tipo de arbitrariedad totalitaria . También a partir de la doctrina de Newman se entiende de forma nueva el «yo» en el «nosotros» de la Iglesia y la naturaleza de la autoridad en la Iglesia, incluida la del Papa. Me di cuenta, dice Newman, «que la Iglesia Católica no permite que ninguna imagen material o inmaterial, ningún credo o formulación dogmática, ningún rito, sacramento o santo, ni siquiera la Santísima Virgen, se interponga entre el alma y su Creador. Es por completo un cara a cara, «solus cum solo», entre el hombre y su Dios. Solo Él crea, solo Él redime, ante su mirada imponente iremos a la muerte, en su visión consiste nuestra eterna felicidad» . Y, sobre todo, la conciencia, fenómeno interior, abre al hombre al misterio de un Dios trascendente. Lo expresan bien unas palabras de Calixta, protagonista de la novela homónima de Newman: «Si hay un eco, es que hay una voz, y alguien que habla. Y ese alguien que habla es a quien yo amo y reverencio […] ¡Ojalá pudiera encontrarle! Lo busco a tientas por todos lados, pero no lo toco […]. Ese alguien es a quien yo busco y no veo» . La experiencia de la conciencia reclama una especie de fe natural caracterizada por la búsqueda, el deseo y un «ir a tientas», y prepara para comprender el anuncio del Evangelio como la verdad que nos toca más íntimamente, prepara para la fe sobrenatural, caracterizada por la luz, por el conocimiento, por «el ver».

Así, de la experiencia interior de la conciencia hemos llegado a la fe cristiana, segundo gran núcleo del pensamiento y de la vida de Newman. Cierto que la fe se refiere a quien no vemos, pero es «sustancia» y «prueba» (Cf.: Hb 11,1): «No es la fe que podían tener los paganos, sino la Fe del Evangelio porque solo en el Evangelio se ha revelado Dios hasta dar lugar a un tipo de fe que puede llamarse conocimiento. La fe de los paganos era ciega, un ir hacia adelante en la oscuridad, a tientas con pies y manos […] Pero el Evangelio es una manifestación, se dirige a los ojos de nuestra alma […] Y el objeto de la vista espiritual que nos otorga es Dios hecho carne. Dios que era invisible, se hace visible en Cristo» . «Desde el principio hasta el fin la persona de Cristo es para los cristianos, como lo fue para Abraham, el centro y la plenitud de la dispensación» . La fe es una marcha viviente hacia él y él nos ha dicho quién es, uno de la Trinidad, y su obra, la Redención, está ante nuestros ojos. Así que el «creo» de la fe tiene un objeto definido: «Cuando tenía quince años (en el otoño de 1816) se produjo en mí un gran cambio interior. Caí bajo la influencia de un credo definido y recibí en mi intelecto la marca de lo que es un dogma, que gracias a Dios nunca se ha borrado ni oscurecido» . La mente activa de Newman va a quedar ya siempre bajo el imperio y el gobierno de la verdad objetiva de la fe. El principio del dogma —escribe en 1864— será «el principio central del Movimiento y me es ahora tan querido como siempre lo fue. En muchas cosas he cambiado, pero no en esta. Desde los quince años, el dogma ha sido el principio fundamental de mi religión. No conozco otra religión ni puedo hacerme a la idea de otro tipo de religión. La religión como mero sentimiento me parece algo ilusorio y una burla […]. Lo que mantenía en 1816 lo mantuve en 1833 y lo mantengo en 1864. Quiera Dios que sea así hasta el final» . Conforme a este principio, en 1835 había predicado que un cristiano verdadero no es el que tiene tal o cual sentimiento, afecto o «estado del corazón», sino el que tiene una fe correcta y lleva una vida obediente al Evangelio : «Todo el deber y tarea del cristiano se reduce a dos cosas: Fe y Obediencia: «mira a Jesús» (Hb 12,2), el Objeto divino y autor de nuestra fe, y actúa según su voluntad. […] Ver a Dios en Cristo y querer obedecerle amorosamente en nuestra conducta. Creo que hoy tenemos el peligro de no insistir suficientemente en uno y otro punto, por pensar que una consideración cuidadosa del objeto de la fe no es más que ortodoxia estéril, sutilezas técnicas; y también por creer que el énfasis en las buenas obras equivale a una fría moralidad formal» . El principio del dogma es la gran lucha que mantiene Newman durante toda su vida contra el liberalismo en religión: «la doctrina según la cual no hay ninguna verdad positiva en la religión y un credo vale lo mismo que otro» . Pero no solo enseñó y predicó incansablemente los contenidos de la fe, también la defendió de la corrupción del fideísmo evangélico y de la amenaza racionalista, describiendo el acto de fe y el lugar que ocupa como forma de conocimiento y de certeza. Ese será el objeto de parte de sus Sermones Universitarios (1826-1843), hasta encontrar una expresión madura en la Gramática del Asentimiento (1870).

En paralelo, muy pronto entendió que la verdad de la fe está ligada a la Iglesia: sobre el fundamento del dogma «estaba seguro de que había una Iglesia visible con sacramentos y ritos que eran canales de la Gracia invisible» . Lo diré ahora con mis palabras: el objeto de la fe es la persona de Cristo y, en él, el Dios Uno y Trino, que se da y da su Gracia en la Iglesia, de forma que la misma Iglesia entra a formar parte del contenido de la fe (Credo […] unam sanctam cathólicam et apostólicam Ecclésiam). Newman se convierte al Catolicismo al entender que solo la Iglesia de Roma era la Iglesia visible de la que habla el credo y el canal de la gracia de Cristo; y que, por lo tanto, su propia salvación estaba en juego . El camino por el que llegó a esta certeza se desarrolló entre los años 1839 y 1845. Hasta 1839 no había tenido duda alguna sobre la continuidad entre la Iglesia Apostólica fundada por Cristo y la Comunión anglicana. Justamente esa certeza le hacía luchar por reformarla y por defenderla de los peligros del liberalismo. Por el contrario, creía entonces que la Iglesia romana había comprometido su posición como continuadora de la Iglesia primitiva, sobre todo por las «adiciones» que había hecho a la fe apostólica. Es aquí donde una idea que había empezado a cuajar en su mente, a partir de la doctrina de Vicente de Lerins, y del progresivo acercamiento a los padres de la Iglesia, va a ser decisiva para su vida y, al tiempo, junto a su doctrina sobre la conciencia, una de sus principales aportaciones a la renovación teológica, tal como afirma Ratzinger en el discurso que hemos citado antes. Hablamos de la idea del desarrollo del dogma, con lo que llegamos al tercer núcleo fundamental de su pensamiento. Newman llegó a entender que la Iglesia de Roma se había comportado en Trento como lo había hecho la gran Iglesia primitiva en la persona de san Atanasio o en la persona de León Magno frente al arrianismo uno y al monofisismo otro, mientras que la Iglesia anglicana había obrado como los herejes de la antigüedad. Se percató de que lo que se consideraba entre los anglicanos «adiciones» podían ser en realidad desarrollos legítimos. Más aún, que la doctrina y los decretos de Trento no hacían sino asegurar la doctrina tradicional, como el homoousios (consustancial) introducido por los Padres de Nicea había asegurado la fe apostólica sobre Jesucristo. En todo caso, a finales de 1844 decidió examinar cuidadosamente si realmente las doctrinas «modernas» de la Iglesia católica podían ser consideradas verdaderos desarrollos y no corrupciones de la fe, así comenzó su Ensayo sobre el Desarrollo de la Doctrina. Newman cuenta lo que ocurrió: «Había empezado mi Ensayo sobre el Desarrollo de la Doctrina a comienzos de 1845 y en él estuve trabajando a fondo todo el tiempo hasta octubre. A medida que avanzaba, mis dudas se iban disipando, de tal manera que dejé de hablar de «católicos romanos» para decir simplemente «católicos». No había llegado al final cuando decidí convertirme; el libro está hoy como quedó entonces, sin terminar» . La idea de desarrollo fue decisiva para la conversión de Newman por los mismos motivos por los que es una idea fecunda para la teología posterior: porque es una pieza clave en la comprensión de la fe apostólica, de su naturaleza viva y del contorno preciso de verdad que confiesa, porque pone los fundamentos para discernir entre las corrupciones y los desarrollos verdaderos y legítimos de la fe, esa que lleva a plenitud lo que el Creador incoa en la conciencia.

Personalmente, si tuviera que añadir una especificación al futuro título de «doctor de la Iglesia», añadiría la alusión a estos dos asuntos en los que Newman no solo nos enseña con su palabra, sino con su vida: Doctor de la Iglesia universal, doctor de la conciencia y de la fe.

P. Enrique Santayana Lozano C.O. Congregación del Oratorio de San Felipe Neri de Alcalá de Henares

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