La revolución espiritual empieza por los pies
Hasta los prohombres del Princesa de Asturias prescinden ya de los zapatos, mientras una celebrada nueva película vuelve a cargar contra la familia, Isabel Preysler se reivindica como eterna estrella popular y Arnold Schwarzenegger dice lo que piensa del cine de hoy
Algunos de los premiados en los Princesa de Asturias acudieron a la ceremonia con zapatillas negras
Al parecer se atribuye a los manchúes un aserto que dice así: «Nunca luches con un hombre si no has visto antes sus pies». A lo que el escritor Mauricio Wiesenthal aún añade más: «Los pies son también el espejo del corazón».
Por eso, antes de formarse cualquier opinión acerca de un hombre, o una mujer, conviene siempre prestar atención preponderante a su calzado: ahí puede hallarse mejor, más valiosa y significativa información sobre su personalidad que en su cara, para algunos, auténtico reflejo del alma.
En la reciente ceremonia de los Premios Princesa de Asturias, lo que más llamaba la atención, por encima de los casi siempre previsibles discursos, resultó el hecho cierto de que varios de los santos varones galardonados se presentaran en el Campoamor ataviados con sus correspondientes trajes, sí, pero rematada la vestimenta (tarea fundamental que a Beau Brummel podía llevarle fácilmente tres horas antes de salir a la calle, haciéndose lustrar las suelas de sus botas, única manera de asegurar que lo estuvieran hasta el borde), con un par de esas horrendas zapatillas de deportes que, ¡horror!, ya parecen servir como sustitutas de los clásicos zapatos, incluso en ocasiones solemnes.
¿A dónde vamos a parar si ni quisiera en un reconocimiento que se pretende equiparar en relevancia a los Nobel, los señalados se presentan, como ahora acaba de suceder, con algo más parecido a las babuchas de andar por casa que a un singular par de piezas de John Lobb?
Hay quien atribuye esta posible falta de decoro también a las consecuencias de la pandemia, excusa entre las más socorridas que se emplea, ahora, como comodín de todos los males presentes, sobre todo los que tienen que ver con la relajación (o abandono) de algunas sanas costumbres de antaño.
Pero lo cierto es que las llamadas deportivas ya habían comenzado antes a manifestar su creciente influencia entre la población. No se sabe si por mera comodidad o también como ansia inspiradora de eterna juventud para los más maduros, las también denominadas playeras se han convertido en otro rasgo inequívoco de ese progreso con el que suele designarse «a todo cuanto ayuda a la felicidad de la Humanidad y a la fealdad del Universo».
Se empezó por desterrar el uso de la corbata, y ahora ya hasta se prescinde de los zapatos. Lo más importante parece ser mostrarse tal como uno es, lo cual, en lugar de una concesión a la sencillez, la naturalidad despojada de formalidades en el trato íntimo con los demás, en el fondo revela desdén: arreglarse para los otros no constituye una muestra de reprobable, innecesaria vanidad sino, por el contrario, el más elevado respeto, consideración y hasta aprecio por el prójimo, al que se desea sobre todo agradar.
La uniformidad resulta siempre aburrida. Y en un mundo cada vez más parecido, corriente y vulgar, la exhibición de una personalidad bien definida, preocupada por los detalles, no debiera resultar una provocación. Aspirar a lo que se aparenta revela seguramente un propósito: y eso ya es algo.
«Cuando las democracias caen enfermas, el desaliño, el abandono se convierte en la norma», sugiere Pascal Bruckner. Basta ver a Nicolás Maduro (quien, por cierto, baila mejor que Rufián; lo cual no es mérito alguno: lo lleva en la sangre).
Generaciones Z y sucesivas: la nueva revolución espiritual pasa también por volver a los zapatos.
Rosalía, las monjas y el final de la familia
No hay nada más viejo que ciertas inútiles provocaciones. La cantante Rosalía se viste estos días de monja para promocionar su nuevo disco, que sale la próxima semana, y en el que dice haberse inspirado en la ópera Carmen, cuya protagonista resulta poco o nada religiosa. Veremos.
Pero lo antiguo no es regresar a Bizet, que se sirvió de uno de esos mitos universales que España ha aportado a la cultura (como el Quijote y Don Juan), en mayor abundancia y profundidad que otras naciones supuestamente más prestigiosas y desarrolladas en el ámbito del pensamiento y el Arte (gracias al márketing), sino que esta cantante, que en buena medida ha desperdiciado su talento para el flamenco (lo mejor de nuestra música), se nos aparezca ahora disfrazada de novicia rebelde.
Eso ya lo hizo mejor Madonna, en los 80, sirviéndose además de una parte de la iconografía cristiana, como los crucifijos y variadas encarnaciones del Mesías, para provocar deliberadamente la reacción del Vaticano y los católicos en general: meterse con la Iglesia suele servir siempre como eficaz reclamo y campaña publicitaria. Además, no conlleva los riesgos que significaría hacer lo propio con el islam, como bien sabe Salman Rushdie.
Del mismo modo que lo de Rosalía despide un cierto aroma a naftalina, ya antes de empezar, algo similar ocurre con la nueva película de Alauda Ruiz de Azúa, Los domingos, saludada en el frente progresista como la nueva gran diva del cine social ibérico.
En la filmografía de esta realizadora, escorada habitualmente hacia ese feminismo de última ola que convierte a los eternamente despiadados hombres en potenciales violadores (véase su maniquea, tramposa serie para Movistar), su filme representa otra puntada más de caduco hilo negro en esa variante de la antropología cinematográfica consistente en retratar a la familia como origen y fuente de todos los males.
Lo que hace esta realizadora ya lo propusieron, con más ingenio y hondura, gente como Pasolini (Teorema) o Bergman (Fanny y Alexander), o si se quiere hasta Robert Redford (Gente corriente) y Sam Mendes (American beauty), entre infinidad de otros.
La directora se vale aquí del señuelo de una chica que decide convertirse en monja (lo que ha servido a los suplementos dominicales para afirmar que recorre España una fiebre de vocaciones entre las niñas: en los colegios ahora ya solo se distingue entre abusadores y proyectos de novicias, según la publicidad), sin entrar a fondo en esta interesante cuestión. Solo para sugerirnos, al final, que la familia es un asco propiciado por los desvelos de la economía, como de algún modo proponía Engels.
Bien, ¿y cuál es la alternativa? (lo que podría propiciar una obra más interesante, una indagación más sutil, profunda y oportuna). ¿Nos extinguimos, propiciamos comunas de valerosas mujeres que críen solas, entre ellas, a sus hijos engendrados por donantes anónimos para preservarlos mejor de la incorregible toxicidad masculina, o directamente se los entregamos al Estado, como casi proponía aquella torpe ministra socialista hoy embajadora… ante la Sede Sede?
El enigma de Isabel Preysler
La reciente aparición de Isabel Preylser en «El Hormiguero» se ha vuelto a saldar con previsible éxito, ahora potenciado además por la presentación de sus memorias sazonadas de varios jugosos episodios epistolares.
Lo que se dice en esas cartas desveladas seguramente para aportar algo de contenido al último tramo de la vida de esta famosa dama (del resto se sabe ya más o menos todo, o al menos lo esencial), interesa por lo que apunta acerca del principal redactor: hasta un premio Nobel de Literatura incurre en la cursilería más atroz cuando se trata de pescar.
Tampoco esto debería sorprender a nadie. El propio Vargas Llosa, en más de una ocasión, se confesó como gran admirador de Corín Tellado, maestra suprema en la materia de edulcorar las más bajas pasiones. Pero estas supuestas debilidades, destinadas inútilmente a apear a ciertos talentos superiores de sus pedestales, suelen aportar dicha a los espíritus mezquinos y mediocres, los más abundantes.
A raíz del descubrimiento de esta inédita faceta literaria, posiblemente fruto de un oscuro encargo (se denomina «negros» a estos amanuenses, al menos hasta que en Harvard tomen buena nota y protesten), y del nuevo éxito televisivo de su protagonista, los últimos debates han versado mayormente sobre la singular naturaleza del indeclinable interés y fascinación que entre la gente despiertan la vida de esta señora, desde que puso un pie en España, hace casi seis décadas.
Apúntese lo más obvio: sus matrimonios, y relaciones, con personalidades capaces de excitar la atención del resto de la población menos afortunada: un cantante de fama mundial, un aristócrata del más rancio abolengo que enamoró a la hija de Onassis, el ministro socialista capaz de propiciar la caída de Rumasa (con todos sus episodios circenses adheridos) y, como guinda, uno de los mayores escritores del siglo XX. En Linkedin no se encuentra nada ni parecido.
Gotas de exótica belleza, amantes populares, misteriosos silencios bien administrados (que, en el fondo, seguramente obedecen a la necesidad de ocultarse para quien nada verdaderamente importante puede transmitir), … Y, para terminar de justificar el embeleso, aquello que Thorstein Veblen, un pensador muy apreciado por Borges, afirmaba: «A los ojos de todos los hombres civilizados, la vida de ociosidad es bella y ennoblecedora en sí misma y en sus consecuencias». Quien la practica delante de sus coetáneos suele suscitar curiosidad, y también bastante envidia.
Terminator opina sobre las películas
Arnold Schwarzenneger ha comparecido en el programa de Bill Maher (HBO) como exgobernador republicano del gran estado de California. Aunque más allá de aportar un par de ideas sensatas acerca de la necesidad, en estos tiempos recios, de unir a la gente en lugar de dividirla aún más prendiendo la mecha de interesadas consignas, se aprovechó la presencia del actor para solicitarle su opinión acerca de uno de los grandes enigmas actuales: ¿por qué la gente ya no va al cine?
Con esa espontaneidad teñida de elemental rudeza que caracteriza a muchos de sus icónicos personajes, Terminator se mostró muy explícito: «Muy sencillo, porque nadie quiere pagar por el párking, la entrada, el refresco y las palomitas y encima ver una mierda».
Quizá convendría añadir: sobre todo si eso mismo (con las correspondientes excepciones) se difunde, casi al mismo tiempo, en las pantallas de casa por designio de las plataformas.