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Juan Belmonte, Rafael de Paula y Morante de la Puebla

Juan Belmonte, Rafael de Paula y Morante de la PueblaGTRES

Rafael de Paula, el torero en una verónica que empezó en Belmonte y terminó en Morante

El capote era su virtuosismo, su magia, con la que impartía lecciones magistrales y dictaba teorías maravillosas

Y así fue. Contó Rafael de Paula que cuando se murió Manolete (él tenía siete años) le preguntó a su padre quién era el que había muerto y por el que habían cerrado hasta los colegios. El pequeño Rafael no pensaba en toros, pero era torero por naturaleza.

Los hermanos de Juan Belmonte le cogieron un día y se lo llevaron a su finca para que este le viera. El «Pasmo de Triana» dijo que le conocía, a él y a su arte, pero que pensaba que era un bailarín. Esto nunca se ha dicho: un bailarín del toreo, Rafael de Paula, cuya pareja sobre el albero era el capote y la música el toro. El capote era su virtuosismo, su magia, con la que impartía lecciones magistrales y dictaba teorías maravillosas:

«Yo, con el capote, ponía los toros a mi ritmo. Las piernas, luego la cadera, luego la cintura… que va unida al pecho… Se torea con el pecho y con la cintura. Y los brazos… que son dos muelles a ritmo, a impulsos del pecho. Hombros, antebrazos, brazos, muñecas, manos… Y la cintura, y la cabeza: que unas las crea Dios toreras y otras como saco de papas», dijo el jerezano.

El prodigio se crió con Belmonte, del que le impresionaba su cara «digna de ser esculpida por Miguel Ángel en el Renacimiento». Le mandaba el chófer y luego le tenía preparadas «ocho o diez vacas» para que se entrenara. Y le cogían todas, dijo, y se las quitaba de encima el vaquero. Antes de salir a la plaza de Belmonte se sentaba debajo del retrato de Zuloaga. Lo contó como para no contarlo.

Allí le pusieron el nombre entre el «padrino», Cossío, Sebastián Miranda y Conchita Cintrón. Era una figura en ciernes a la que el arte le envolvía con todos esos planetas orbitando alrededor del sol de Belmonte, entre los que aprendía y maduraba y se formaba. Le pusieron el nombre propio de su padre Francisco de Paula, sustituyendo el Francisco por el Rafael.

Era su vida una verónica que había empezado en Belmonte e iba a terminar en Morante, cuando se convirtió en su apoderado. Un apoderado singular que lo fue solo porque el arte estaba «huérfano» y el de la Puebla tenía el clasicismo que faltaba. El tiempo le dio la razón a De Paula en la cumbre morantista, el final de la carrera del sevillano que le dio tiempo a vivir al jerezano (al que aquel le regaló en La Maestranza el rabo), poco antes de morirse, como si después de la retirada ya no quedara más que ver.

Como si hubiera dicho, como se dice tantas veces: «Después de haber visto esto ya podría morirme». Y entonces se murió. Uno le vio torear de mayor, en su regreso con las rodillas machacadas. Era un hombre que andaba renqueante y correr no podía, pero salía con su capote, vestido de torero, y solo eso le sostenía.

Se recuerda la inicial lástima por el visible mal estado físico y el peligro inherente en la necesidad, y cómo todo aquello (sentimientos vulgares), se derrumbó al verle estirarse y mover la capa en la quietud de lienzo inmortal y el movimiento gracioso de la capa, «el soplo», lo llamaba él, «todo aquello que emociona de pronto». Rafael de Paula decía que lloraba al torear y el público, inevitablemente, se ponía a llorar con él.

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