Lo de Morante no es el adiós, es algo distinto
El maestro es oscuro bajo las luces y luminoso en las tinieblas y en el epílogo inesperado, morantista, lo fue una vez más, el bello antónimo de todo
Era la tarde típica del otoño, la tarde típica de Feria de Otoño. Eran, recordando al poeta, casi las seis de tarde, casi las seis de la tarde, casi las seis en punto de la tarde. Estaba la tarde nublada y fresca por el otoño, cuando el albero de Las Ventas pesa más que nunca y se siente, como si fuera un bloque, una nave circular de arena llegada del espacio.
La Feria de Otoño es hermosa en Madrid porque está hecha de ráfagas, como de sirenas que susurraran a veinte mil Ulises el verano decadente y el invierno aun lejano, pero principiante. Allí estaba el genio tenido así por todos. El dios del toreo: una religión que canta. Un pueblo que cree. Morante lo ha conseguido. Ha trascendido de su tiempo y es estrella.
Estrella como las de Hollywood, figura para salir en la portada de la revista Time, como Belmonte, con aquellas patillas como bosques, como las de Paquiro, que ha solido llevar. Su historia es, precisamente, como escribió Faulkner, la de los grandes bosques: «la mejor de todas las conversaciones, la de las tierras baldías, la de los grandes bosques, más grande y antigua que ningún documento conocido...».
Morante es grande y antiguo como esa naturaleza inmensa. Treinta años creciendo y ardiendo y soportando agua y nieve y frío y sol y caza y ojos y gritos y abucheos y aplausos y dolor físico e íntimo. Morante ha germinado desde su esencia de nacimiento y entre y por las inclemencias de la vida, de la existencia. Lo que hay es una maravilla natural. Un prodigio único, como ún árbol, o como miles.
A propósito del árbol («Dichoso el árbol que es apenas sensitivo») escribió Rubén Darío: «...no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente». Sobre ellos camina Morante, sobre el dolor y la pesadumbre real y poética que en él, como en todos, es distinta.
Morante es distinto, «la índole o peculiar condición» del genio que en esta temporada había alcanzado la plenitud, el paraíso. El valor y el arte unidos, la completitud distinta, no el valor y el arte desmedidos ni un ápice, sino exactos en su imperfección, limitados en gracia inconcebible. Metidos en un escenario íntimo y presentado este en los tendidos sin ya posibilidad de censura, solo de silencio y conmoción, alegría inexplicable, agitación primitiva.
Morante es oscuro bajo las luces y luminoso en las tinieblas y en el epílogo inesperado, morantista, lo fue una vez más, el bello antónimo de todo, la gloria efímera que se hizo infinita desde el centro de la tierra, desde los medios del mundo, adonde fue a cortarse el cordón umbilical del toreo, mientras el toreo y el pueblo, donde el eco se siente tan profundo como pesado el albero de ocaso de Madrid, lloraba con él.