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Aigul Akhmetshina (Carmen) y, a la derecha, Toni Marsol (Moralès)

Aigul Akhmetshina (Carmen) y, a la derecha, Toni Marsol (Moralès)del Real fotografia

La 'Carmen' del Real justifica a su modo la «masculinidad tóxica» de don José

Abucheos para el montaje del italiano Micheletto, con una clara triunfadora: la protagonista, Aigul Ahkmetshina, la nueva Carmen de referencia, aquí una manipuladora de manual, muy bien representada

España ha aportado al mundo tres de los grandes mitos universales: Quijote, Don Juan y Carmen. A su modo cada uno encarna esa reconocible insumisión, la rebeldía particular que a los españoles nos ha impulsado siempre a una cierta anarquía que lo cuestiona todo, desde nosotros mismos al sometimiento a cualquier orden, autoridad, ley, pensamiento lógico hasta la propia idea de la existencia de Dios: no porque vivamos ensimismados en el permanente examen de asuntos de naturaleza metafísica, como esos nórdicos que retrata Bergman, sino por algo más simple y sencillo: aquí nadie es más que nadie. Es lo que Alfonso Reyes denominaba la reacia, fuerte idiosincrasia española.

Una idea de la libertad

En ese sentido la aparición de Carmen, que es un fenómeno francés, pero surgido a partir de la observación directa de nuestras propias costumbres, con cierto distanciamiento intelectual, ofrece al mundo una mujer en cierto modo inédita, desconocida, que a algunos fascinó por sus formas (la encarnación de un tipo de sensualidad liberada de complejos) y a otros por lo que esa fuerza indómita de la naturaleza, encarnada en una gitana, parecía implicar: precisamente una idea de la libertad que, en principio, en aquella encorsetada sociedad burguesa cuestionaba el natural sometimiento de la hembra al varón sin más.

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Aigul Akhmetshina (Carmen) y Lucas Meachem (Escamillo)del Real fotografia

Una idea a la vez peligrosa y fascinante para algunos, siempre que se tomara como una muestra exótica, no exportable, igual que el tigre que se observa de cerca durante un safari mediante todas las debidas precauciones.

Pero la modernidad de Carmen, tan compleja y sutil, surge como personaje de ficción, primero en una novela, luego en la ópera y más tarde para el cine, los musicales, ... Había que meterle argumento y ambiente, que es lo que entretiene al personal: melodías pegadizas, baile, cruces de navajas, desfiles de toreros y señoras con mantilla, la inaprensible luz sevillana y todo lo demás.

Por eso Saura me contaba, al final ya de sus días, que deseaba volver a dirigir la ópera, pero solo con un par de sillas, algo parecido a lo que ya había hecho Peter Brook en su Tragedia de Carmen, despojándola de toda concesión al foclorismo.

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Marie-Claude Chappuis (Mercédès), Aigul Akhmetshina (Carmen) y Natalia Labourdette (Frasquita).del Real fotografia

Pero esta idea no suele funcionar en el escenario, porque el público que va a ver la ópera de Bizet no pretendía citarse con Strindberg. Reclama lo que la música, cuando abandona el intimismo, sugiere: sin llegar a la carnavalada, espectáculo que seduzca los sentidos, que entre por los ojos, lo cual no está reñido con el mensaje, porque ese final, si se enfrentan dos colosos vocales y de la escena, no deja a nadie indiferente, suscitando en el mecanismo de la mente el pensamiento que rellena los huecos: tras la fiesta, con la reflexión, surgen las dudas, los matices y esas conclusiones que algunos quieren darnos ya masticadas cuando se dicen tonterías como que Carmen se erige en denuncia contra los eternos vicios del heteropatriorcado y toda esa charlatanería que sirve mayormente para adornar la tesis doctorales de algunas ninfas prematuramente amargadas.

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Aigul Akhmetshina (Carmen)Javier del Real

Ahora ha venido a Madrid un italiano que siempre suele hacer lo mismo, de hecho, su primera escena parece calcada de otra producción suya, ya vista en este mismo teatro: aquel Elisir d’amore que transcurría en un chiringuito playero.

Damiano Micheletto se sirve casi del idéntico escenario de aquella vez en el arranque, con el bar convertido ahora en comisaría y el personal abanicándose por los calores. Sevilla no está en ningún lado porque hay que huir de los tópicos, pero para proponer otros mal concebidos: Escamillo, eminente torero granadino, aparece aquí como un «chulo putas» para más inri vestido de amarillo (color del mal fario) portando algo parecido a una bolsa de golf donde trae él mismo las banderillas… pobre matador.

El director que, como casi todos ahora, se nutre del cine, la televisión y el cómic, parece haberse inspirado aquí en Bigas Luna, con instantes que remiten a la sudorosa Lola y otros tomados inequívocamente de Jamón a jamón, como esa taberna de Lilas Pastia reconvertida en putiferio en el que en cualquier momento podría aparecer Stefania Sandrelli: la propia Carmen es Penélope Cruz esperando a su chico apoyada fuera, en la puerta.

Marie-Claude Chappuis (Mercédès), Lluís Calvet (Le Dancaïre), Aigul Akhmetshina (Carmen), Lucas Meachem (Escamillo),  Natalia Labourdette  (Frasquita)

Chappuis (Mercédès), Calvet (Le Dancaïre), Akhmetshina (Carmen), Meachem (Escamillo), Labourdette (Frasquita)Javier del Real

Leyendo el libro de instrucciones en que se han convertido los programas de mano, imprescindibles para enterarse de las intenciones del director de escena, auténtico protagonistas del cotarro (aquí elimina prácticamente todos los diálogos hasta convertir la ópera en una suerte de sucesión de «grandes hits», para introducir alguno de su propia cosecha: le lectura de la carta que hace la madre de José, evocadora de aquella que Shirley Verret protagonizaba en el Macbeth de La Scala, esta vez sin venir a cuento), podemos conocer lo que se propone como la mayor aportación de Micheletto en su nueva lectura de esta obra maestra.

Y ahí se encuentra uno de los asuntos que podrían resultar más controvertidos, e incluso revolucionarios, de esta producción: el relieve inédito que Micheletto le concede a un personaje que no aparece, más que citado, en la obra original, con unos fines muy concretos, que seguramente resultarán polémicos.

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Lola Manzano (La madre de Don José) y Charles Castronovo (Don José)Javier del Real

El director convoca aquí durante bastantes escenas a una señora vestida de negro y con mantilla todo el tiempo, como si viviera en una eterna Semana Santa, que resulta ser la madre de Don José: una mujer navarra que aparece por primera vez con una baraja, cual tarotista, y se encarga de observar a su hijo, y luego a Carmen, con ojos inyectados en ira de mamma siciliana, una Anna Magnani de Tudela.

Pero no es la colección de tópicos mal digeridos (ese pobre cartel taurino, Micaela convertida en una retrasada, …) lo que puede llegar a desconcertar al público (que al final dedicó al equipo escénico un sonoro abucheo), sino quizá la tesis contracorriente que sostiene este director para explicar la conducta criminal de don José.

Micheletto pretende señalar (mediante sus indicaciones en el programa, porque la mera presencia de un personaje extraño en la obra, la señora navarra, no lo explica del todo) que el comportamiento desviado del brigadier se debería al trastorno que en su personalidad habrían obrado necesariamente el sometimiento, primero, a una madre castradora (algo parecido a lo que se propone en la reciente serie sobre el criminal Ed Gein, inspirador de Psicosis, de Hitchcock), y después a su manipuladora amante, Carmen.

Destaca Aigul Akhmetshina

Las Charos ya tienen un argumento sólido para boicotear esta Carmen del Real. La «tóxica masculinidad» de José, posiblemente el asesinato, resultan aquí «blanqueados», dirán ellas: explicados a la luz de un pretendido estudio psicológico de las conductas de los principales implicados.

El hombre no es más que la pobre víctima atormentada de dos harpías. Bienvenidos a la Carmen del siglo XXI. Desde luego la tesis resulta audaz, y quizá hasta cierta, pero ¿cómo encajarla en el discurso de estos días, donde el hombre blanco y heterosexual no es más que un vil machista, violador y asesino, como producto exclusivo del heteropatriarcado, sin mayores matices?

Para sostener su interesante propuesta argumental, Micheletto contó un reparto aseado de cantantes-actores bien metidos en sus respectivos papeles. Destaca muy por encima del resto la Carmen de Aigul Akhmetshina, a la que el mercado, con sus leyes inexorables (¿dónde queda ya la encarnación de Elina Garanca, que tanto fascinaba ayer mismo?), ha situado como la nueva gitana de referencia en el mundo. Bien, posee mimbres importantes, una voz carnosa con un centro y grave poderosos, aunque el agudo se le resista, y aquí resulta importante.

La idea de Micheletto

Quizá parezca un punto vulgar, su canto directo carece de un más hondo refinamiento, pero eso casa bien con la idea que Micheletto tiene del personaje, en esta versión, operaria de día, lumi de noche (el tópico de los tópicos: la gitana convertida en vulgar ramera) y delincuente habitual. Fue vitoreada por los espectadores durante los saludos.

Algo más problemática resulta la presencia del tenor Charles Castrovo, que también se adapta como un guante a la encarnación a la tan común lectura del don José pelele. Pero vocalmente, a este intérprete le falta arrojo, la voz cambia constantemente de color y a menudo resulta árida: su mejor momento estuvo en la célebre aria de la flor, sin llegar a seducir del todo, pero dicha con algo del sentimiento que se echó en falta en otros momentos cruciales.

Gustó mucho al público la delicada Micaela de Adriana González, con su grato timbre: se agradece cuando este papel lo sirve una voz lírica, con capacidad para regular el sonido y regalar algún piano de buena ley. Menos adecuado, por presencia escénica (más picador que primer espada) y voz (desvaída por momento, con agudos de escaso mordiente y amplitud) resultó el decepcionante Lucas Meachem, un Escamillo que hizo añorar a los grandes verdaderamente de su país, elegantes como Tibbet o poderosos en la línea de Merrill, Milnes y Ramey.

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Aigul Akhmetshina (Carmen), Toni Marsol (Moralès) y David Lagares (Zuniga)Javier del Real

Entre la larga lista de comprimarios destacaron dos que nunca fallan: el Remendado sonoro de Mikeldi Atxandalabaso y la Frasquita fresca y entonada de Natalia Labourdette. Simplemente correctos el resto.

Decía la gran Christa Ludwig (que también llegó a encarnar a una interesante Carmen en Viena) que para ser músico no se requiere un gran intelecto: bastaría con tener intuición, haber vivido e incorporar esas experiencias al oficio.

A la directora coreana Eu Sun Kim quizá le falte darse un garbeo por Sevilla, viajar un poco por España, para ofrecer una lectura de Carmen con algo más de vida en su interior. Sí, Bizet era francés, y en su delicada partitura se percibe ya el misterioso encanto del impresionismo, mucho más que Wagner, pero qué duda cabe que procuró también captar ciertas atmósferas, ambientes que precisan cobrar vida en los pasajes más coloristas.

Comenzó con un preludio algo deslavazado pero vigorizante, a falta de un sonido más redondo y compacto. Pero luego esas expectativas se diluyeron: a su fría, mecánica y rutinaria lectura le faltó teatralidad, dramatismo y también humor, que lo hay.

Una Carmen más

Además fue caprichosa en la elección de los tiempos, a ratos demasiado apresurada (el equilibrio entre foso y escena no siempre se logró, con varios descuadres relevantes, sobre todo del coro en el último acto), en otros caídos de tensión.

De momento, no logra aportar nada frente a otros lecturas mucho más maduras e interiorizadas, que combinan la ensoñación con la energía de un Kleiber, por ejemplo.

Tampoco se mostró particularmente feliz la Sinfónica de Madrid (con un sonido demasiado plano, superficial), ni el coro logró la sobresaliente prestación de otras veces (muy bien preparado el de niños), en su caso, perjudicado por la desconcertante, imprecisa labor de la batuta.

En definitiva, una Carmen más, que poco aporta salvo que las feministas más recalcitrantes se solivianten, siempre que sean capaces de darse cuenta de lo que en realidad propone esta lectura incómoda para ellas: una carga de profundidad destinada a la misma línea de flotación de su maniqueo discurso simplificador.

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