Gilbert Keith Chesterton, en una imagen de archivo
Sobre el logos pagano y el logos cristiano: Chesterton desmitificador (I)
Uno (paganismo) comparece en el campo de fuerzas de lo humano e inmanente, el otro (cristianismo) comparece en el campo de fuerzas de lo sobrehumano y trascendente
En 1905 se publica Heretics, una recopilación de artículos y ensayos en la que G. K. Chesterton discute con las principales figuras intelectuales de su época: H. G. Wells, Bernard Shaw, Kipling, Nietzsche, etc. Aunque, realmente cada pieza del libro sea una joya, quisiera detenerme en un breve artículo titulado «El paganismo y Lowes Dickinson», texto en el que ensaya una distinción entre las virtudes del cristianismo y las virtudes del paganismo, a propósito del auge del «neopaganismo hedonista» defendido por el filósofo británico Goldsworthy Lowes Dickinson y sus contemporáneos.
Chesterton, en su crítica, hace un esfuerzo por eludir posiciones de lo que denomina «cristianismo ideal», tampoco exalta el «cristianismo primitivo», sino que abraza el cristianismo realmente existente con todas sus aristas y claroscuros: «Yo tomo el cristianismo histórico con todos los pecados que arrastra. Lo tomo como tomaría el jacobinismo, el mormonismo o cualquier otro producto humano, impuro y desagradable». Su defensa de las virtudes cristianas parte de una obviedad, un «hecho evidente» que de tan simple «muchos sonreirán al leerlo», pero «los modernos lo olvidan». Para Chesterton: «El hecho primordial sobre el paganismo y el cristianismo es que uno vino después del otro». O si se prefiere, uno es la culminación del otro en tanto en cuanto la Revelación es la manifestación paulatina de Dios en el marco de la historia humana.
Uno (paganismo) comparece en el campo de fuerzas de lo humano e inmanente, el otro (cristianismo) comparece en el campo de fuerzas de lo sobrehumano y trascendente. Uno está anclado y encadenado por la «naturaleza»; el otro, ingrávido, alza el vuelo espoleado por la «Gracia». Y lo cierto es que Chesterton, lejos de ridiculizar o mirar con desdén y por debajo del hombro al paganismo, reconoce su grandeza, una grandeza sólo parangonable con el cristianismo: «Sólo existe una cosa en el mundo moderno que se haya puesto a la altura del paganismo; sólo existe una cosa en el mundo moderno que, en ese sentido, sepa algo sobre paganismo, y esa cosa es el cristianismo». ¿Por qué? Porque existe una tradición compartida, que algunos denominan sophia perennis, «cuyos primeros eslabones la unen a los misterios paganos». Esto se ve nítidamente en la apropiación de cultos paganos en el Medioevo (Baile de Diablos, fiestas del Solsticio de Invierno, etc). Aquí en Cataluña, por ejemplo, se percibe ritos populares como el «Cant de la Sibil·la», un drama litúrgico cantado en gregoriano sobre la inminencia del Juicio Final y la llegada del Mesías que había gozado de gran predicamento en el sur de Europa durante la Edad Media y que, a partir del Concilio de Trento (1545-1563), comenzó a desaparecer. Este canto recibe el nombre de la figura mitológica grecorromana Sybilla, una suerte de profetisa que, inspirada por Apolo, era capaz de prever el futuro.
Sea como fuere, siguiendo a Chesterton: «Todo lo que perdura de los antiguos himnos y de las antiguas danzas de Europa, todo lo que nos ha llegado de las festividades dedicadas a Apolo o a Pan, se encuentra en los festivales del mundo cristiano». En lo que parece no reparar el hombre actual es que «todo lo demás, en el mundo moderno, es de origen cristiano, incluso todo lo que parece más anticristiano». El escritor inglés nos proporciona una serie de ejemplos: la Revolución Francesa, la Imprenta, el anarquismo, la Ciencia Física e incluso el «ataque al cristianismo». Todo ello es de origen cristiano, dice, pero el príncipe de las paradojas se guarda un as en la manga: «En este momento presente, hay sólo una cosa de la que pueda predicarse con cierta exactitud que es de origen pagano, y esa cosa es el cristianismo». Recuerden, «uno vino después del otro»...
Por alguna extraña razón, ha llegado a nosotros, incólume, un doble prejuicio acerca de los paganos... Por un lado, se considera pagano a aquel que carece de culto o religión, como si fuera sinónimo de ateo. Chesterton, desmitificador y suspicaz, sugiere todo lo contrario: «El término ‘pagano’ se usa constantemente en la ficción y en la literatura superficial como sinónimo de ‘hombre sin religión’, cuando lo cierto es que el pagano solía ser un hombre con media docena de ellas». ¿Cómo van a ser ateos quienes creen en múltiples deidades (politeísmo)? Por otro lado, se ha impuesto una imagen dionisíaca distorsionadora de la realidad del hombre del pagus, ya que para Chesterton: «A los paganos se los representa, sobre todo, como ebrios y libertinos, cuando lo cierto es que, sobre todo, eran razonables y respetables. Se les alaba por desobedientes, cuando poseían sólo una gran virtud: su obediencia cívica». El paganismo era más bien razonable, honorable, virtuoso. E instituye, en cierto modo, a partir del Platón de La República las llamadas «virtudes cardinales», a saber: Templanza (sōphrosýnē); Prudencia (phrónēsis); Fortaleza (andreía) y Justicia (dikaiosýnē). Si se me permite el símil cinematográfico, Lord Eddard Stark, uno de los pocos personajes honorables de la saga Juego de Tronos que empuña implacable su mandoble y rige con mano de hierro los asuntos del Norte, profesa, podríamos decir, las virtudes paganas, rinde culto a los Antiguos Dioses, tiene un «corazón de piedra» y su fatídico destino está inextricablemente unido a su rígido sentido de la Justicia, la Templanza y la Fortaleza (quizá no tanto de la Prudencia).
Podríamos decir que la moral pagana es una moral que desconoce la misericordia y, por ende, las virtudes cívicas paganas eran ajenas a la gratuidad o el perdón. He ahí la gran diferencia que señala magistralmente Chesterton: «La verdadera diferencia entre paganismo y cristianismo se resume a la perfección en la diferencia que existe entre las virtudes paganas, o naturales, y las tres virtudes cristianas, que la Iglesia de Roma denomina ‘virtudes de Gracia’. Las virtudes paganas, o racionales, como son la justicia o la templanza, también han sido adoptadas por el cristianismo. Las tres virtudes místicas que el cristianismo no ha adoptado, sino que las ha inventado, son la fe, la esperanza y la caridad». Las virtudes paganas, naturales o racionales como la Justicia o la Templanza son «virtudes tristes», mientras que las virtudes místicas o «teologales» como la fe, la esperanza y la caridad son «virtudes alegres y expansivas». Las virtudes cristianas son paradójicas, esto es, inaprensibles por la mera razón… En palabras del autor de Herejes (1905): «La justicia consiste en encontrar algo que corresponde a un hombre y dárselo. La templanza consiste en hallar el límite adecuado a una indulgencia concreta y regirse por él. Pero la caridad significa perdonar lo imperdonable, pues si no, no es virtud ni es nada. La esperanza significa esperar cuando la situación resulta desesperada, pues si no, no es virtud ni es nada. Y la fe significa creer en lo increíble, pues si no, no es virtud ni es nada». He ahí la contraposición paulina entre la «sabiduría del mundo» y la «sabiduría cristiana». Si el paganismo se detiene en las jambas de las puertas de las «virtudes cardinales», el cristianismo se adentra en su perfeccionamiento mediante las «virtudes teologales». He ahí el escándalo de la cruz, ya que como sugiere San Pablo en la 1ª Epístola a los Corintios: «la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan es fuerza de Dios» (Cor, 1: 18). He ahí, de nuevo, el «hecho primordial» de que el cristianismo vino después del paganismo...
La «sabiduría cristiana» ha hecho añicos de una vez y para siempre la «sabiduría del mundo»: «Mi objeción a Lowes Dickinson, dice Chesterton, y los defensores del ideal pagano es, pues, ésta (…). No podemos regresar a un ideal de razón y cordura, pues la humanidad ha descubierto que la razón no conduce a la cordura (…). No podemos regresar al ideal del orgullo y el goce, pues la humanidad ha descubierto que el orgullo no conduce al goce (…). Pero si nos dedicamos a revivir y a perseguir el ideal pagano de una búsqueda propia de lo simple y lo racional, acabaremos donde acabó el paganismo. Y no me refiero a que acabaremos en la destrucción, sino a que acabaremos en el cristianismo». Puesto que como anunciaba el profeta Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez, 36: 26). La historia humana es Cristocéntrica, Él es el acontecimiento por antonomasia. Nada es indiferente a su irreversible irrupción. Nada puede volver a ser lo mismo cíclicamente como sucedía en las cosmogonías paganas. Él es Alpha y Omega, principio y fin.
Por todo ello el cristianismo es incompatible con mixturas neopaganas sean estas de raíz hedonista o de raíz estoica. Se trata de dos lógicas antitéticas. El logos pagano es, según Chesterton, «lo razonable» (el cumplimiento), por el contrario, el logos cristiano es «lo paradójico» (el amor). Son dos lenguajes inconmensurables. Uno ha abrogado al anterior, lo ha completado y perfeccionado. Si la naturaleza comienza y acaba en el «yo» y su preservación (o en última instancia en la extensión del yo que supone la familia o la tribu), la Gracia es el reflejo del amor de Dios que pasa del «yo» al otro (al prójimo e incluso al enemigo).
Por eso, como trataré de exponer en el siguiente artículo (centrado en la institución de la sepultura en el ámbito grecorromano), el paganismo es una «religión doméstica», es decir, un culto particularista y cerrado, mientras que el cristianismo, es un culto universal y expansivo (no prosélita), comunitario y, en consecuencia, basado en la com-unicación de la Buena Nueva. No por casualidad pasó de ser una pequeña secta judía residual a la religión oficial del Imperio Romano en tiempos de Constantino el Grande. Algo que, por cierto, el historiador de la religión Christopher Dawson en su introducción a la versión inglesa de la obra Catolicismo romano y forma política (1931) de Carl Schmitt supo ver con absoluta claridad: «el poder que desafió todas las tradiciones del mundo antiguo y representó todo lo que Roma no era, fue también el poder que adoptó el nombre romano e incorporó todo lo que vivía en la tradición de la cultura antigua».