La «comunista» Meloni se inspira en Stalin
Meloni propone una revolución en los teatros italianos, mientras Abascal retrata las carencias de Europa, TVE maltrata la ópera en un «talent show» y dos recomendaciones especiales para estos días
Giorgia Meloni, primera ministra de Italia
Hace unas semanas, el día de san Ambrosio, como es habitual, se inauguró la temporada de La Scala de Milán, el templo sagrado de la ópera internacional. Como también suele ser común ese día, a las puertas del teatro se organizaron algunas protestas: este año, se recurrió al tema palestino, la única preocupación de cierta izquierda que, en cambio, se pone la venda frente a lo que ocurre en Nigeria con los cristianos, en Australia con los judíos que no son Rob Reiner, en Irán con las mujeres o en Venezuela con todo aquel que no baile como Maduro.
Pero entre las distintas reivindicaciones de los manifestantes que eligen precisamente ese evento por la proyección que alcanza en Italia (donde la RAI lo emite en directo) y fuera, esta vez se coló una local: un par de sindicatos de profesionales de la cultura alzaron sus airadas voces contra el nuevo código de las artes que propone el gobierno de Giorgia Meloni.
Fachada de La Scala
¿Y qué sugiere el equipo de la presidenta que solivianta hasta a los presuntos beneficiarios de la reforma? Según la información publicada estos días por Il Corriere della sera, la nueva normativa sobre el espectáculo propiciaría, por ejemplo, la mejora de las condiciones económicas de los artistas al reconocer algo que hasta ahora no se había logrado: que los cantantes y los músicos de las orquestas reciban una compensación económica por el tiempo que consagran a los ensayos, y no cobren solo si llegan a actuar. Es decir, que se considere la duración real de su trabajo en el salario.
También se regula que los teatros que incurran en déficits por su mala gestión de los fondos públicos asignados a su quehacer puedan ser temporalmente cerrados. Y en lo que respecta a las programaciones, se pone en valor la necesidad de que el repertorio italiano, basado en las obras de autores como Rossini, Donizetti, Verdi y Puccini, ocupe el lugar central de éstas, sin dejar por ello de ofrecer nuevos títulos o de otros autores pasados.
Interior de La Scala
Además, se pretende reformar la política de los precios de las entradas, con la obligación para los teatros de reservar un número determinado de localidades a un coste que garantice el acceso a todo el mundo (no solo los consabidos descuentos para mayores o jóvenes).
¿De qué se quejan, entonces, los sindicatos? ¿Habrán leído a fondo la propuesta, sobre todo en lo que resulta de la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores a quienes éstos aseguran defender?
Más dinero para los artistas, administración efectiva de las instituciones que no perjudique a las arcas públicas, las óperas que más atraen al público y entradas a precios razonables…
La revolucionaria Meloni, en realidad, se revela comunista: su programa cultural podría inspirarse perfectamente en el de Stalin.
Abascal, Europa y las cosas de comer
El espacio de las reivindicaciones de una mayor justicia social lo han ocupado, ahora, los temibles hijos de la ultraderecha. Mientras, los antiguos camaradas siguen empeñados en influir, primero en casa, con sus precarias alianzas parlamentarias, pero mayormente sobre los parásitos jerarcas de Bruselas para legislar en contra de los auténticos intereses de los ciudadanos de la UE.
Aplicándoles más impuestos y regulaciones, negociando acuerdos globales que solo perjudican a los agricultores europeos, asumiendo sin más las tesis del integrismo ecologista para terminar de arruinar a la industria y entregársela, de ese modo irresponsable, a chinos e indios, los mayores agentes contaminantes del planeta (quienes primero nos hundirán económicamente luego permitirán que respiremos el aire más puro mientras dormimos en las calles, gracias a la pulcritud de sus coches eléctricos, más baratos porque ellos piensan egoístamente primero en su propio beneficio), los partidos de la ya olvidada casta labran su propia desgracia, única esperanza ya del resto, que se produzca el cataclismo final del wagneriano Ocaso de los dioses.
El líder de Vox, Santiago Abascal
El imparable crecimiento de Abascal, verdadero ganador en Extremadura, que obligará a Feijóo a tener que abandonar de una vez la tibieza confundida con la moderación (que en tiempos excepcionales resulta molicie) para ocuparse de esos asuntos que tanto le aburren, se explica no por una suerte de maldición bíblica, sino como el resultado del abandono de la lógica aplicada al buen gobierno, de las cosas importantes.
En sus espléndidos diarios de la Segunda Guerra Mundial, Chaves Nogales se asombra de que, en Francia, en 1940, al establecer cartillas de racionamiento para la población, entre otros, tuvieran ración preferente los secretarios de los Ayuntamientos. Lo cual explica a las claras que el mal de Europa: establecer las prioridades, viene de lejos.
En TVE se degrada la ópera
Hace cuarenta años, un sábado por la tarde, TVE emitía desde el Metropolitan de Nueva York, en directo, Don Carlo, una de las más hermosas óperas de Verdi, de asunto español, con un reparto de primeras figuras internacionales en plenitud artística, como ya casi no se encuentran hoy. Lo encabezaban, ese día, Plácido Domingo y Mirella Freni, la soprano «hermana de leche» de Luciano Pavarotti.
Así se promovía verdaderamente el acceso a la reina de las artes escénicas: sirviéndose para ello de lo mejor que podía ofrecer lo que ya se empezaba a denominar como «caja tonta», antes de arrojarla directamente a la basura. Al espectador se le brindaba la rara posibilidad de acceder a la belleza sin intermediarios, qué ingenuidad…
Por supuesto, gozar de aquella posibilidad en las mejores condiciones exigía un esfuerzo: había que informarse antes de qué demonios iba todo aquello para poder entenderlo mejor, aunque la música de Verdi no precise de muletillas, consejos ni enciclopedias.
Pero eso ya lo había planteado alguna vez Oscar Wilde, cuando dijo que el gran arte no debía descender de su pedestal: somos nosotros quienes tenemos que procurar realizar el peregrinaje hasta sus sagrados dominios para ganarnos su favor, en una suerte de prueba iniciática como las que Sarastro le propone a Tamino en La Flauta mágica hasta lograr penetrar en el reino de la sabiduría. Sin afán no hay ganancia verdadera.
Hoy, en esta sociedad narcotizada, se pretende hacer papilla, un sucedáneo ligero y convenientemente licuado, con la ópera para ver si la gente se aficiona así, consiguiendo vencer esa suerte de temor atávico que le permita visitar los teatros.
Eso es lo que parece pretender TVE al convertir una profesión seria, casi un sacerdocio, con sus incontables renuncias y sacrificios (el tenor estrella de hoy, Jonas Kaufmann, acaba de anunciar que no volverá a cantar en uno de los principales templos líricos, la Royal Opera House de Londres, porque con lo que le pagan allí estos días no puede costearse la estancia en un apartamento decente), en un vodevil entre bochornoso, patético y ridículo. Eso es su lamentable nuevo programa: Aria, locos por la ópera.
Llevar a estos chicos (y ya no tanto, lo que aún es peor porque a ciertas edades resulta ya imposible pretender hacer carrera), la mayoría sin tener las mínimas condiciones exigibles, a opositar en la tele bajo la falsa promesa de convertirlos en los nuevos «Bisbales» de la ópera en el mejor de los caos (si llegan a cuajar como producto de márketing para vender por las ferias, porque de antemano saben perfectamente que de otra manera nunca funcionará porque los códigos para acceder a los teatros nada tienen que ver con esta verbena televisada) solo contribuye a perpetuar la actual ceremonia de la confusión.
Otra vez más, el arte verdadero se convierte en mercancía de usar y tirar bajo la coartada del populismo, ese que sostiene (casi siempre en su propio provecho), que cualquiera puede engancharse a la ópera. También a la heroína, claro. Es cuestión de probar.
Desde luego, no así, degradando el género hasta lograr su caricatura, como ese «opening» con el tan maltratado brindis de «Traviata» que convierte un espectáculo noble en una suerte de delirio «queer», inspirado en algún show de Liberace con ramalazos de «Moulin Rouge».
Una lástima, porque en la nómina de contratados en este espacio se encuentra algunos excelentes profesionales que saben lo que cuesta de verdad llegar a cantar, y luego abrirse paso en este mundo fascinante y complejo; algo que nada tiene que ver con esta pantomima cutre. Se podía haber hecho de otra manera.
Dos recomendaciones navideñas, españolas
Llega la Navidad y como ejemplo acabado de su más genuino espíritu se suele ofrecer, estos días, la recomendación de acudir a dos obras artísticas singulares: ¡Qué bello es vivir! de Capra, el filme que retrata la posibilidad del hombre para redimirse en la tierra gracias a la fuerza inextinguible de la solidaridad, y El Mesías de Händel, la comprobación de que la música puede transformar «en eternidad lo que de mortal y transitorio había en la palabra valiéndose de la belleza y la exaltación», como expresó Stefan Zweig.
Pues bien, a modo de humilde felicitación navideña para los lectores, a los más habituales y a aquellos que improvisadamente aciertan a añadir nuevos enfoques a las ideas propuestas con sus comentarios, permítaseme añadir dos sugerencias de significativas creaciones españolas que también cobran especial relevancia ahora.
Cartel de Plácido (1961)
Una es Plácido, la película del binomio Berlanga-Azcona, capaz de situarnos frente a nuestras propias contradicciones, con una capacidad de observación y agudeza como solo podría hallarse en un Balzac, Dickens o Galdós.
La otra sería El Pesebre, el gran oratorio de Pablo Casals, ajeno a las modas de su tiempo, inspirado en parte en su adorado Bach, cálido, musical y directo, con su esencial mensaje de concordia que él mismo llevó en sus interpretaciones hasta el Vaticano, la ONU y Jerusalén, un día en el que tuvo lugar un atentado integrista, como para hacer hincapié en el preciso sentido de su significado: «Paz a los hombres de buena voluntad», concluye. Pues eso.