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06 de mayo de 2024

Portada de «Por sendas de montaña» de Matsuo Basho

Portada de «Por sendas de montaña» de Matsuo BashoAlianza Editorial

'Por sendas de montaña': setenta haikús de Basho en edición bilingüe comentada

El haikú traslada la mirada del poeta sobre la naturaleza; una mirada atenta al detalle pequeño, a lo cotidiano, a lo fugaz que sugiere lo eterno

La cultura japonesa es, en realidad, una enorme desconocida para el español. Aunque, en teoría, era Cipango el destino declarado de Cristóbal Colón —en la Universidad de Salamanca estaban convencidos de que su viaje no acabaría allá, ni mucho menos—, en la práctica sabemos poco de los nipones. Nos contentamos con manejar algunas palabras que, según el caso, sugieren delicadeza, como geisha, kimono, biombo, bonsái; o más bien lo opuesto: kamikaze, judo, samurái, karate, katana, harakiri… Con el término bonzo, hemos optado por fusionar la finura con que idealizamos el monacato budista (zen) y la brutalidad del suicidio como estoica protesta pública. Si a ello añadimos el léxico que proviene de un estadio rupturista y urbano, como los vocablos manga (cómic) y karaoke, entonces el Japón será para nosotros un puzle abigarrado carente de sentido. Porque ¿el tatami lo usamos para dormir o para ejercitarnos en la pelea?
La literatura nipona, en consecuencia, se nos antoja un arcano, toda vez que durante siglos los emperadores decidieron cerrar el país a cualquier influjo externo, en especial el occidental. Anteriormente, Japón había recibido una gran aportación cultural china, lo que ha redundado, con sus oportunas adaptaciones, en los sistemas de escritura —nótese que la lengua china y el idioma nipón carecen de raíces comunes—, en el empleo de utensilios domésticos —los palillos— y, junto con muchas más facetas, en un legado filosófico y poético. De este modo, para nosotros la literatura japonesa se reduce a un catálogo tan escueto, que sólo a personas instruidas les suenan nombres como Natsume Sōseki, Kawabata Yasunari, Murakami Haruki, Mishima Yukio, Oé Kenzaburō, o Nitobe Inazō. Dos de ellos obtuvieron el Premio Nobel, y todos vivieron —de esta lista, sólo vive hoy el señor Murakami— en torno al siglo XX. A ellos cabe añadir Matsuo Basho, el poeta, monje y samurái del siglo XVII.
Portada de «Por sendas de montaña» de Matsuo Basho

alianza editorial / 160 págs.

Por sendas de montaña

Matsuo Basho

Antes de comentar de manera sucinta en qué consiste la obra de Matsuo Basho, aclaremos que, en el párrafo precedente, hemos seguido la costumbre nipona de anteponer el apellido al nombre propio. Porque, en aquella cultura, el nombre propio resulta demasiado privado como para usarse con la naturalidad que gastamos los latinos. Sin embargo, este hábito se tuerce, cuando se trata de los poetas; por eso, a nuestro vate se lo conoce más como Basho que como Matsuo. Aunque no lo llamaron así en su familia; Basho —que significa «banano» o «platanero»— es el apodo que adoptó para sí mismo, cuando asentó su existencia de monje, maestro y poeta. Él es, sin duda, el compositor de haikús más célebre.
El haikú —o haiku, o haikai, como usted prefiera, querido lector— es un poema de extrema sencillez. Lo conforman, según el estilo más canónico, tres versos; el primero, de cinco sílabas; el segundo, de siete; el último, de cinco. Es obvio que se ajusta a la fonética y prosodia propias del idioma nipón, de modo que equivaldría, en métrica castellana, a una tercerilla o una seguidilla. Pero el símil resulta pobre. Si bien guarda puntos de conexión con el epigrama, tampoco puede establecerse una comparación que satisfaga el salto civilizatorio que dista entre ambos géneros. Aunque nace de formas populares —haikai cabría traducirse como «estrofa chistosa»—, su desarrollo —gracias a Basho y otros poetas— es de una finura, concisión y sutileza inconmensurables. En propiedad, el poeta aparece poco en el haikú; el poema es un reflejo de su mirada a la naturaleza. Una mirada atenta al detalle pequeño, a lo cotidiano, a lo fugaz que sugiere lo eterno. Hay algo en el haikú de ojo infantil, de sabiduría de niño, de sereno asombro contemplativo. Suele eludirse el adjetivo e incluso el verbo. Es un arte de evocaciones tendencialmente implícitas y sintéticas, que provoca en el lector una emoción que conjuga una supuesta simpleza con una exquisitez íntima. El poema puede hablar de molestos mosquitos en la noche de verano, de golosinas que se ofrecen a los niños, del agradable cricrí de los grillos junto a la amada, o de nostalgia y penas que no desgarran el verso. Quizá el ejemplo más elocuente sea este haikú de Basho: «La vieja alberca | Se zambulle una rana | Chapotea el agua».
En Por sendas de montaña —publicación en que colaboran Alianza Editorial y Satori, que retoma su edición de 2013—, el especialista Fernando Rodríguez-Izquierdo ofrece una antología bilingüe de setenta composiciones haikú de Basho, y acompaña cada cual de un comentario. Algunas bastantes representativas y que nos siguen despertando conmociones suaves: «Rotundo y cruel | en mi sombrero de hojas | suena el granizo»; «Va amaneciendo | y asoma —un par de dedos— | el boquerón su albor»; «Llueve en noche viajera | Llegan a mi almohada | los ladridos de un perro»; «Liviana nieve | primera; apenas dobla | las hojas del narciso»; «Viento menguante | Se esconde en los bambús | para calmarse». También se insertan en esta colección algunos poemas de amor y de diversión, como aquel que invita a apurar una botella de sake, para convertir luego el recipiente en un florero.
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