
Mariposas y polillas, por WJ Gordon
‘El baile’ más cómico y sincero de Edgar Neville
El humor y la delicadeza salen a bailar en una comedia que destila ternura
Convencional, frívola, superficial, simplona… una comedia más. Una más de las que se sucedían en la cartelera de los teatros de los años cincuenta y que, en muchos casos, respondían a estos calificativos, también a los gustos del público, es cierto. Ahora bien, aunque se enmarca en esta época, El baile, estrenada en Bilbao el 22 de junio y en Madrid el 26 de septiembre de 1952, no merece dichos adjetivos. De haber recibido una valoración semejante a la de los muchísimos dramas cómicos de la España de mediados de siglo, el reconocimiento de Neville, seguramente, no habría sido el mismo.

Edición de María Luisa Burguera.
Ediciones Cátedra (2003). 224 páginas
El baile
Madrileño de nacimiento (1899), hijo de condesa y de ingeniero inglés, inmerso en el ambiente teatral y literario de la posguerra española, secretario en la embajada de nuestro país en Washington, colega de los grandes cineastas americanos, gran amigo de Ortega y de Gómez de la Serna… Edgar Neville fue él mismo un personaje. Su personalidad es tan variopinta como bonachona. Variopinto es también su teatro que, indudablemente, es, como bien dijo de su autor el creador de las greguerías, «hijo del siglo XX». Y es que la fórmula teatral de Neville es tan misteriosa como magistral. Misteriosa porque reúne los rasgos de los géneros cómicos contemporáneos, pero difiere de ellos. Magistral porque, aun compartiendo el aroma de otras piezas hermanas, las aventajó a todas. La paradoja queda manifiesta en este esbozo del estilo de Neville, pero también se da cita en esta breve comedia en tres actos que le reportó gran fama.
Dos hombres, una mujer, una habitación y tres épocas en tres actos. El hilo conductor, aunque huela a tópico, es el amor. No se impaciente el espectador en la primera escena, pues ya se encargará Neville de ir desmontando, broma a broma, verdad a verdad, los tópicos más típicos y los convencionalismos más convencionales. Todo un reto, sin duda, pues no era el primero, ni será el último en dramatizar asunto tan manido. Son típicas la decoración y el vestuario; convencionales son la personalidad de ella y la de ellos; al público de mediados de siglo le resultan familiares desde las circunstancias hasta las conversaciones. ¿Qué mérito hemos de reconocerle pues a Neville?
Será quizá la de esconder verdades detrás de lo banal, para dejarlas que se asomen después, tras una broma; permitiendo que queden finalmente patentes, desveladas, en las situaciones más familiarmente sencillas.
Pedro y Julián son dos amigos que comparten dos pasiones: los insectos, que almacenan en cajas y vitrinas, y Adela, la mujer de Pedro, a la que el amigo no ha dejado de profesar su amor devoto. Ellos, de tan inocentes, parecen infantiles… pero también simples, simplemente hombres buenos. Ella es frívola, presumida, aficionada a atraer miradas y piropos. Ellos, tan viriles; ella, tan femenina. En cierto sentido, esta obrilla podría muy bien ser un estudio del ser masculino y femenino de la España de los cincuenta, y de siempre. Desmitificar por medio de la exposición de lo mítico. He aquí uno de los grandes logros de Neville. La mujer educada para enamorar y los hombres prontos a conquistarla. Pero el autor no busca criticar el tópico, sino relajar las tensiones sociales que este puede despertar. Tampoco lo niega, pues en él subyace una verdad que es la que desea sacar a flote. Las necias atenciones de ellos provocan nuestra risa, pero obligan a reconocer el amor verdadero de quien desea, ante todo, hacer feliz a la persona amada. Ella, aunque alocada y coqueta, terminará reconociendo y agradeciendo lo evidente: «gracias por vuestro amor, gracias». Y, como lo verdadero y profundo permanecen mientras que muta lo accesorio, el decorado cambia con el paso de los actos, adaptándose a las modas de los tiempos. No obstante, la pareja de amigos, cada vez más anciana, viene a recordarnos que, en realidad, todo sigue igual. El tiempo no es enemigo de su amistad ni del amor compartido por Adela.
El propio autor así lo esboza en la autocrítica que incorporó a una edición de la obra: «el amor está allí, firme, ennobleciéndolo todo, llenando de poesía hasta las cosas más triviales, que es tal vez donde la lírica hila más delgado».
Está allí incluso en las adaptaciones cinematográficas que siguieron al estreno teatral. La más sonada, la de 1959, en la que Conchita Montes, Alberto Closas y Rafael Alonso dieron vida a personajes tan queridos. En su interpretación pervive aquello de lo que rezuma la obra escrita: las verdades que el hombre de todo tiempo reconoce aun cuando no siempre alcanza a nombrarlas. Y es que, en palabras de Neville, «no creo que ni el teatro ni el cine sean una escuela de costumbres sociales. Creo que el teatro es un modo literario o un entretenimiento y, si se quiere, un espejo de la vida tal como es, o sea que es la vida la que influye en el teatro más que el teatro en la vida».