Detalle de Noche estrellada
Cartas a Vincent… y a los cielos estrellados
La hermosa levedad de este libro invita a adentrarse en lo hondo de una personalidad compleja, de un gran entusiasmo por la vida y de una mirada atenta a los detalles
En la carta a Theo del 10 de marzo de 1888, Van Gogh pintor le escribe a Van Gogh marchante: «He hecho varias excursiones por los alrededores, pero siempre fue imposible hacer nada a causa del viento. He visto cosas muy bellas: una ruina de abadía sobre una colina plantada de acebos, de pinos, de olivos grises. […] ¡El porvenir es tan difícil!... Creo firmemente en la victoria final, pero los artistas ¿aprovecharán y verán días más serenos?». (También le pide material de pintura: 20 blanco de plata tubos grandes, 15 verde veronés tubos dobles, 4 azul de Prusia tubos pequeños…).

Libros del zorro rojo (2024). 192 páginas
Cartas a Vincent
En la carta a Vincent que el ilustrador Julio César Pérez recrea en respuesta, Van Gogh marchante, convertido en una sencilla pero expresiva figura a lápiz, escribe a Van Gogh pintor: «Ayer tarde fui a pasear por el bosque y recordé algo que me pediste hace un tiempo: que hiciera el esfuerzo de encontrar belleza en las cosas. ¡En las cosas! Me dijiste que hay gente que no llega a encontrarla en nada, nunca. Me pareció hermoso, muy propio de ti. Así, algo más libres de pensamientos y prejuicios, ¿cómo no vamos a maravillarnos en la contemplación?».
Y la página recoge ese último pensamiento, discretamente ubicado, junto a un Theo van Gogh maravillándose ante la contemplación de una escena campestre.
Cartas a Vincent (Libros del zorro rojo, 2024) es una preciosidad de cómic que, de forma muy limpia, muy sutil y amable, imagina posibles cartas que Theo envió a Vincent durante el año 1888. Fue un año importante, muy fructífero (de esta época y lugar son los famosos «Girasoles», «Terraza de café por la noche», «La casa amarilla» o «La habitación en Arlés»), lleno de grandes motivaciones y esperanzas y, también, de más frustraciones vitales. Sin embargo, y con acierto, el libro no recrea grandes momentos estelares, como tampoco los más oscuros. Se detiene ante pequeñas anécdotas, ante ilusiones y miedos comunes que se entrecruzan por el camino. De ese peligroso y agotador equilibrio, picos muy altos de entusiasmo y terror, Vincent fue un adalid; hombre extremadamente sensible tanto para las alegrías del mundo como para las decepciones y las penas que, a pesar de todo, con la ternura y el ansia de un niño nunca dejó de disfrutar, y contagiar a los demás ese entusiasmo, de su tardía y fabulosa vocación.
Ese lado más vitalista, más atento a las pequeñas maravillas del mundo, es lo que Julio César Pérez destaca a lo largo de las viñetas y de las cartas. Aunque este no es un libro sobre Vincent van Gogh. Ni siquiera, casi, lo es sobre Theo van Gogh, un gran desconocido, un personaje secundario –desde la mirada de hoy– en la vida del artista. Por su trabajo como marchante formaba parte del círculo impresionista y de otros pintores (Degas, Monet, Gauguin, Cézanne), y tuvo un papel relevante en que su trabajo se diera a conocer y empezara a crearse a su alrededor la popularidad que todos ellos poseen hoy. A lo largo de las cartas, y de escenas costumbristas de su propia vida, se ve a un Theo entregado, cercano, reflexivo, a quien también le gusta pintar pero nunca se creería lo suficientemente bueno como para vivir la pintura desde el otro lado; el lado que habitaba Vincent. Theo fue, con bastante seguridad, la persona que más veló por su bienestar, tanto material como espiritual.
Las conversaciones que mantiene Theo con Vincent en las cartas, así como las que se dan con otros artistas y personajes, son naturales y de lo más simpáticas. «Pero Edgar», le pregunta Theo en su estudio, «¿para qué tienes a Anette así, si no tiene nada que ver con lo que pintas?». Edgar, ufano y socarrón, responde: «Para crearme un ambiente de confusión adecuado». Y Anette, modelo y también pintora, replica: «Y porque eres un cochino». El humor se mezcla con la profundidad de algunos pensamientos e ilustraciones, donde el estilo simple del dibujo se emborrona y otorga una mayor introspección y soledad, y muchas veces Vincent, o Degas, o el paisaje campestre que se contempla, son una excusa para que Theo divague acerca del arte, de su identidad a medias de dos mundos o la vida misma y su complejidad, y de repente empieza a apetecer leer más de una vez cada página para asimilar todo lo que nos ofrece un trazo tan sencillo y lleno de detalles. La hermosa levedad de este libro invita a adentrarse en lo hondo de una personalidad compleja y de un dolor y un gran entusiasmo por la vida.
Cartas a Vincent se abre con una recomendación de búsqueda –e interiorización en el día a día– de la belleza, y así se cierra, de noche, con un Theo hecho silueta que recorre una noche estrellada similar a la que, a kilómetros, su hermano contempla maravillándose para pintarla. «¿Por qué los puntos luminosos del firmamento tienen que ser menos accesibles que los puntos negros de las ciudades en el mapa de Francia? Si tomamos el tren para ir a Tarascon o a Rouen, tomamos la muerte para ir a una estrella».