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Buero Vallejo

Buero Vallejo

'Historia de una escalera': seguimos subiendo y bajando por la escalera de Buero

El clásico drama de posguerra que no deja de provocar al público de hoy con punzantes y atemporales frustraciones que se descuelgan de una escalera que ha hecho historia

No se confunda el espectador ante la escalera de Buero Vallejo. No sirve esta para subir, ni siquiera para bajar, más bien para permanecer. La historia de esta escalera es la del estatismo absoluto, pues los ascensos y descensos son tan solo físicos, forman parte de la inmóvil cotidianidad de quien no llega a trascender más allá de lo terreno (en este caso, de este o de aquel piso). Sirvan las palabras de Fernando, uno de sus vecinos y personaje de la obra teatral Historia de una escalera, para dar eco a la desesperación que se enreda en los peldaños ya desde el acto primero: «¡sería terrible seguir así! Subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio…».

Cubierta de Historia de una escalera

Austral (2010). 160 páginas

Historia de una escalera

Antonio Buero Vallejo

Ciertamente, a ningún sitio nos lleva… o al menos no a un final distinto del inicio. No avanza la historia en ascenso, pero tampoco en línea recta… parece más bien un ciclo sin fin agitado, pero no desviado, por el paso de los años. Pues los años pasan, y los tres actos están separados entre sí por una veintena de ellos (la obra comienza en 1919 y concluye en 1949). Los cambios… de nuevo, solo físicos. La transición de un acto a otro, parece limitarse, tan solo, a una acotación sobre el papel. La realidad en escena se descubre bien semejante, casi tiene uno la impresión de contemplar un calco del acto anterior. Incluso los personajes, pese al paso de las décadas, tienen los mismos nombres, herencia paterna, como también la carga a ellos adherida.

Descrito este panorama, la obra bueriana bien podría ser tachada de pesimista. Pero, ¿es realmente cierto el pesimismo determinista de esta tragedia social? Escrita entre 1947 y 1948 y estrenada el 14 de octubre de 1949 en el Teatro Español, su autor no negó que buscaba impactar en el público presentando una situación que a ninguno resultaría ajena. Con todo, y a ejemplo de los grandes griegos, las tragedias de Buero invitan a una «contemplación activa». El significado verdadero del drama representado, ganador del Premio Lope de Vega en 1949, cobra sentido al caer el telón por última vez. El espectador habrá de plantearse entonces si realmente la historia de la escalera continúa en cada vecindario de ayer y de hoy, quizá en el propio.

Cobradores de luz que provocan la ruina, cuentos de la lechera que acaban derramando el líquido en el rellano, promesas no cumplidas, ¿una situación social condicionante? No seríamos justos con el gran dramaturgo si le culpáramos de ahondar en las preocupaciones de su público sin ofrecer más solución que una simple crítica. Sus dramas nos invitan a trascender.

Trascender del mero símbolo colectivo y social al dardo personal que se clava en la biografía concreta de este o aquel vecino, espectador de la historia de Buero… y de la de su propia vida. Lo que ofrece el autor de Historia de una escalera es una provocación, sí. Pero dirigida a quien se ha creído la falacia de que lo social lo es todo cuando se trata de dibujar el mapa de nuestras posibilidades vitales.

Sin duda alguna, muchas de estas ataduras y condicionamientos están presentes en las insatisfacciones de Fernando, Carmina, Rosa o Urbano… (también en las del público de posguerra, quizá también en las del de nuestro tiempo). Pero hay cabida para una amplísima dimensión personal que, esta sí, asciende más allá del bloque de pisos.

En su comentario a la obra, Laín Entralgo insiste en distinguir dos posibles gérmenes de las frustraciones de los personajes. Ciertamente, algunas ilusiones se han visto capadas por imposiciones epocales, que no dependen de sus soñadores. Entre estos, sin embargo, hay quienes, abandonados a la expresión exaltada de deseos, se han agazapado en un anhelo sin voluntad que tratan de esconder detrás de la queja fácil y la búsqueda de culpables fuera de ellos mismos.

«Nada», «nunca»... resuenan con fuerza en el hueco de la escalera sin importar la generación a la que pertenece el emisor. Pero cabe un matiz diferente a la par que ligero en las acotaciones. En las indicaciones con las que arranca el tercer acto se indica que «el casero ha pretendido, sin éxito, disfrazar su pobreza con algunos nuevos detalles concedidos despaciosamente a lo largo del tiempo». Advertencia clara de un maquillaje externo que, en cuanto los personajes empiezan a hablar, constatamos que no ha afectado a la profundidad de sus vidas. A continuación, otra acotación lo corrobora al insistir en que «socialmente, su aspecto no ha cambiado». ¿Hay cambio entonces? Y, si lo hay, ¿dónde queda? La última escena del acto tercero se asemeja a la que cerraba el primero, pero ahora no hay lechera que se derrame. La imagen se detiene; parece que Buero quisiera parar el círculo generacional y tratar de romperlo con la ayuda del espectador de los años 40, pero también con la respuesta del público de hoy que, décadas después, podrá recoger el guante en el Teatro Español hasta el 30 de marzo.

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